“Yo soy quien te manda que tengas valor y firmeza. No tengas miedo ni te desanimes porque yo, tu Señor y Dios, estaré contigo dondequiera que vayas” (Josué 1.9)
Todos sufrimos de temores en algún momento de nuestra vida. Es uno de los primeros sentimientos que experimenta todo ser humano en su vida, ante la impotencia e invalidez de los primeros años, sólo la presencia de nuestros progenitores, merma este sentimiento y nos da la confianza de sentirnos protegidos. Es más, hasta los animales sienten temor.
Recuerdo las generosas camadas que nos daba nuestra perrita “Petunia”, en la casa de retiros Shalom del Minuto de Dios en Colombia. Recuerdo que cuando los cachorritos abrían los ojos y se aventuraban a salir del nido; cuando me les acercaba, ante mi imponente estatura, los perritos arrancaban a buscar protección debajo de las patas de su madre.
El temor produce angustia, inquietud, malestar, inseguridad. Nuestro carácter se altera, nuestra estabilidad emocional se ve afectada, perdemos la paz y ante cualquier pequeño detalle explotamos con facilidad. En conclusión, nuestras familias y las personas que nos rodean, se ven afectadas: nuestros compañeros de trabajo, nuestra esposa, hermanos, padres e hijos, lo perciben y también son afectados.
Nos desespera y angustia sentirnos desamparados y que no controlamos las circunstancias. Nos sentimos abandonados y desamparados por el mismo Dios. Llegan a nuestra mente preguntas inquisidoras: ¿Por qué el Señor lo permite?, ¿Por qué no me responde?, ¿Por qué a mí?
No entendemos la pedagogía de Dios y nos desespera que las cosas se hagan según Dios y no según nuestros propios intereses. ¿Se nos ha olvidado acaso lo que él mismo nos dijo:
“Nadie que confiara en el Señor se vio decepcionado; nadie que lo honrara fielmente se vio abandonado; a todos los que lo invocaron, Él los escuchó. Porque el Señor es tierno y compasivo, perdona los pecados y salva en tiempo de aflicción” (Eclesiástico 2,10-11)
Si algo debe ser evidente para nosotros es que Dios es el único que da la vida en plenitud, Él es el Sol que produce la luz; si hay sombras, no vienen del Sol, sino de algo que se interpone entre Él y nosotros.
Él es la vida, y todo lo que frena o debilita la vida viene de otro lado, de nuestra propia debilidad, de nuestro propio pecado, de nuestra propia limitación. Y Dios lo que hace es estar con nosotros, a nuestro lado, para que vivamos con garbo el temor, el dolor, la enfermedad, la angustia… para vivir la contradicción con profunda esperanza, incluso con profunda alegría.
En esos momentos, sin embargo, no pensamos en la compañía de Dios, quisiéramos ver a nuestros hermanos en la fe, reaccionando en un grupo unido en oración, o visitándonos para ofrecernos ayuda, orando por nosotros imponiéndonos las manos y ungiéndonos con aceite. Pero no es así siempre, a veces, justo cuando todo va mal, cuando más necesitamos de todos es cuando más solos nos sentimos.
Son en esos momentos cuando debemos recordar esas maravillosas palabras: “No tengas miedo ni te desanimes porque yo, tu Señor y Dios, estaré contigo dondequiera que vayas”. Es cuando experimentamos la soledad, cuando realmente llegamos a apreciar la compañía de Dios.
El ministerio de Jesús empezó después que estuvo en el desierto, ¡solo! Y fue en medio de esa soledad cuando tuvo que enfrentar la prueba de la tentación. No tuvo a nadie a su lado para luchar y no dejarse vencer por el enemigo. Fue en estas circunstancias, de prueba y soledad, que tuvo que aferrarse al Espíritu Santo. Se trata de una gran lección para nosotros.
Cuando te sientas solo y abandonado por tus hermanos, no busques ayuda de fuera, mira dentro de ti y clama al Espíritu Divino, que mora dentro de ti, para que te de la fortaleza que necesitas para luchar y no doblegarte y resistir.
La soledad, es muchas veces la primera capacitación que debemos recibir para comprender cómo se desarrolla un ministerio en la compañía y presencia de Dios. Quizá a esto se refería el profeta cuando mencionaba permanentemente: “Vive Yahvéh, en cuya presencia estoy”. Esto nos habla de una comunión intensa con Dios, y también de una toma de conciencia al experimentar la presencia de Dios acompañándonos siempre.
Recordemos que fue el mismo Jesús quien nos dijo: “Yo estaré con ustedes, TODOS LOS DIAS, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Es su presencia la que nos fortalece. En medio de esos momentos de soledad, nunca olvides, EL ESTARA CONTIGO, TODOS LOS DIAS, SIEMPRE.
“Según el pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto, así mi espíritu estará en medio de vosotros, no temáis”.(Hageo 2,5)
Autor: P. Charly Garcia, CJM, es Vice-Rector del Seminario San Pedro de Tacna – Perú.