Por cuarenta años, la existencia de Moisés fue gris y árida, como el desierto mismo. Su horario y calendario, así como su itinerario, eran fijos, cerrados a cualquier cambio: se levantaba siempre a la misma hora para conducir las ovejas de su suegro al mismo campo, abrevar en el mismo pozo, y antes de que el sol se escondiera, encerrarlas en el mismo redil. La trasquila de cada año era lo único que lo hacía romper con aquel fastidio. Su vida era monótona. Todo estaba programado, sin variantes ni sorpresas. Y esa rutina duró muchos años. Moisés se había amoldado y estaba instalado, aunque fuera en la aridez y soledad de un ingrato desierto.
El que vivió cuarenta años a la sombra de las pirámides, pasó otros tantos al abrigo de la tienda de su suegro… otra vez se había vuelto a acomodar, viviendo a expensas de los demás. Seguía en el infantilismo de depender de otro más grande o poderoso, porque en el fondo, se sentía tremendamente inseguro e incapaz de tomar la responsabilidad de su destino. De nuevo era el sub capitán en el barco de su vida.
Una vez llevó las ovejas “más allá del desierto” y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios: Ex 3,1. Pero ese día todo cambió. Esa mañana fue totalmente diferente de las otras, porque se atrevió a romper el ritmo (la rutina) de su vida y se encaminó con las ovejas: más allá del desierto”. Moisés siempre había llevado las ovejas “al desierto”, dentro de un espacio bien conocido. Pero un día se decidió a ir “más allá del desierto”. Traspasó la región del granito rojizo y se internó hasta llegar al monte de Dios.
Ciertamente toda la península es desértica. No es posible identificar dónde se esconde el desafiante “más allá del desierto”; por lo tanto, no se trata de un lugar geográfico sino de una actitud personal, significa que Moisés fue capaz de romper su esquema de vida e ir más allá de donde siempre había llegado. Cansado de siempre lo mismo, se atrevió a desprogramarse de su monotonía para traspasar la frontera de sus propias seguridades. Rompió con la tradición y llegó hasta el monte de Dios, donde contempló la zarza que ardía, pero que no se consumía. Allá, y sólo allá, “más allá del desierto”, tiene el encuentro con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob que se revela. Moisés tuvo su experiencia con el Dios de la libertad sólo cuando corrió el riesgo de ir “más allá del desierto” enfrentando el reto de inventar caminos y cruzar fronteras… aunque tardó cuarenta años para tomar dicha decisión.
Moisés llegó “más allá del desierto”, no por un mandato exterior ni porque alguien lo llamara. Se trataba de un proceso irreversible que no podía sofocar. Un imperativo interior se iba acumulando como energía de volcán, hasta que hizo explosión. La soledad y la monotonía provocaron un vacío existencial que ya no era posible seguir soportando y decidió correr el riesgo de incursionar por el fascinante mundo de lo desconocido. El ángel de Yahveh se le apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que la zarza estaba ardiendo, pero que la zarza no se consumía: Ex 3,2.
Cuando Moisés fue capaz de ir “más allá del desierto”, despertó de su rutina y percibió algo diferente en un fenómeno que muchas veces había presenciado: el candente sol que incendia los palos secos, la hojarasca y hasta llega a consumir furiosamente los arbustos. Sin embargo, en esta ocasión el incendio revestía una variante que traspasaba la frontera de lo creíble. La zarza aquella ardía, pero no se consumía. Las cosas le llaman la atención y se deja cuestionar desde el interior. Sabe que no tiene todas las respuestas, y la experiencia le ha demostrado que no goza de infalibilidad, pero conserva la capacidad de preguntarse y de asombrarse para reconstruir su historia, pues se va a enfrentar a la verdad y a la realidad. Quiere conocer el porqué.
Se trata de una zarza, un arbusto cualquiera, que no sirve para nada. No es ni un bello rosal, ni un orgulloso cedro, ni un robusto roble, sino una frágil zarza. Dios se revela en la zarza, como en la vid o la mostaza, que también son modestas. El no distingue por las apariencias exteriores. Dios puede arder en la zarza, de cualquier persona, aunque aparentemente no haya suficiente materia prima. Entonces, fascinado por tan singular prodigio, dijo: Voy a acercarme para ver este extraño caso: por qué no se consume la zarza: Ex 3,3.
Moisés, al salir de su rutina, abre los ojos para descubrir la novedad: las cosas lo incitan para que las admire. Había renunciado a su lengua, su cultura y el sistema de pensamiento que le ofrecía respuesta sistemática para todo. Y al romper su esquema de vida, recupera la capacidad de preguntarse a sí mismo. El hombre puede vivir sin respuestas, pero no sin preguntas. La sabiduría no radica en tener todas las respuestas sino en saber formular las preguntas adecuadas.Aquí esta lo maravilloso: en lo más ordinario, la zarza, existe algo extraordinario: no se consume ni se agota. El fuego parece simplemente acariciar la zarza. Se pasea caprichosamente en el agreste arbusto que no sólo permanece intacto, sino que se convierte en fuente de luz.
Así es Dios: no por iluminar pierde su luz; no por dar se empobrece; no por calentar a otros, El se enfría. Aunque la madera sea frágil como la leña de una zarza, su fuego no se extingue. Cuando Dios abrasa una criatura, no la destruye, sino que la ilumina, y la hace luminosa sin aniquilarla. De alguna manera, el fuego inextinguible lo transporta a la eternidad de Dios, que siempre arde y jamás se agota. Las caprichosas llamas manifiestan la libertad divina que se niega a ser encajonada, pues dependen del viento que sopla como quiere. Jamás el fuego es el mismo. Sus continuos movimientos muestran su dinamismo inagotable. Su calor comparte su esencia y es capaz de convertir en llama todo cuanto toca. Se trata de un Dios inaprehensible.
Con paso lento y pisada suave, ojos abiertos y corazón palpitante, se dispone a franquear la frontera del misterio. Pero cuando está llegando, escucha una voz que sale del corazón del fuego y lo llama por su nombre y lo repite: Moisés, Moisés: Ex 3,4. El fugitivo de Madián debió quedarse estupefacto al oír su nombre. En la inmensa soledad del desierto, donde había huido para ocultarse, alguien lo conocía y lo llamaba por su nombre propio. Su vida y su persona interesaban a alguien: Alguien conoce mi pasado y mi vida le interesa personalmente. Soy conocido en el escondite que me forjé y no me he podido sustraer a su mirada. Me llama por mi nombre y lo repite.
Su nombre le recuerda quién es: el que ha sido salvado de perecer en las aguas. Debe tomar conciencia primeramente de sí mismo y de lo que le ha sucedido. El no pereció como sus hermanos, porque su vida tenía una misión en favor de todos ellos. Su nombre, cual campo virgen, encierra el tesoro del sentido de su destino. Mientras las llamas crepitan en la zarza, Moisés responde simplemente: Aquí estoy, Señor. Ex 3,4. Hace presencia en cuanto se le llama y se le solicita.
Mientras el fuego cruje, el monte entero está abrasado por las llamas que todo lo penetran. El cielo se ha enrojecido corno un espejo de rubí, y todo el desierto brilla como si fuera un abanico de piedras preciosas que despiden un fulgor celestial. Luego, con suavidad y firmeza, se le da una orden que es imposible desobedecer: Quítate las sandalias, porque el suelo que pisas es sagrado. Ex 3,5. Para acercarse a El se necesita tener clara conciencia de estar internándose en territorio de santidad y trascendencia, y para sintonizar con El, hay que descalzarse para caminar, no imponiendo el propio paso a Dios, sino amoldándose al suyo.
Moisés debe desprenderse de su esquema de vida. Toda aproximación al Dios del Horeb se hace descalzo. En esa pobreza radica la verdadera riqueza del hombre, que no vale por lo que lleva puesto ni por lo que ha hecho, sino por él mismo, desnudo, porque su dignidad radica en su ser y no en ninguno de los accidentes de su vida.
Por otro lado, descalzarse es mostrar las propias limitaciones, para que la escoria pueda ser purificada por las llamas incandescentes de la zarza. No se trata de negar las limitaciones, sino de presentarlas delante del fuego que puede destruir los defectos, o a la luz de su resplandor encontrarles un lugar en la armonía de la vida.
Moisés siente la candente arena. El calor lo penetra y lo envuelve, cual manto que lo arropa y lo desnuda a la vez. Ya está arrobado (éxtasis) por la divinidad. Ha aprendido la gran lección: no podemos obligar a Dios a marchar al mismo ritmo de nuestros pasos; sino, descalzos, hemos de adaptarnos al suyo.
Para adentrarse al misterio hay que desnudarse, y tocar con los pies la tierra de la que fuimos hechos. Las sandalias ya no son necesarias, porque no hay que caminar hacia adelante sino sumergirse en lo profundo. Escarbar dentro de sí para percibir el incendio que nos abrasa.
El suelo que pisas es santo: Moisés se sorprende cuando ese ingrato desierto, refugio de bandoleros, que ha sido su cárcel por cuarenta años, es canonizado en vida. Se debe reconciliar con su prisión. El árido desierto ya no será más su enemigo sino el puente hacia la tierra prometida.
Moisés se cubrió el rostro: Ex 3,6b. Aquí encontramos otro detalle característico de una experiencia mística. Quien ha tocado el misterio divino, para evitar el engaño de los sentidos, no puede sino cubrirse el rostro para internarse en el santuario de sí mismo, donde se refleja la esencia divina, y así evitar los espejismos que engañan al peregrino sediento. No es para no ver, sino para contemplar en la pantalla del propio ser, la imagen y semejanza divina que ha sido plasmada en lo más íntimo de cada hombre y mujer.
La vida de Moisés, plantada más allá del desierto, fue alcanzada por el fuego del Horeb y arderá sin consumirse. Moisés se convierte en zarza, en signo de esperanza para el pueblo oprimido por la esclavitud.
El fuego del Horeb tatúa indeleblemente al pastor de Madián. Su fulgor será siempre su motivación, y su calor el motor para perseverar frente a los constantes vientos que amenacen apagar su llama. Esta experiencia deja una profunda huella en su vida y marca toda su historia: comprenderá que ante la eternidad divina, todo pasa; que las dulzuras, así como los sufrimientos de este mundo, son transitorios, y que nada puede compararse con ese misterioso fuego que no consume la zarza.
Solo se da el encuentro con el Dios liberador y se perciben sus signos, cuando nos adentramos por caminos vírgenes y nos atrevemos a soñar en lo que ya nadie esperaba. Sólo entonces se da la manifestación del Dios liberador.
Mientras no rompamos los moldes preestablecidos y no nos abramos a lo inédito, nuestro Dios renunciará a manifestarse en las estrechas fronteras donde le hemos encajonado…
Mientras el hombre no abra la puerta de su eternidad y, descalzo, descubra que hay un camino más allá de las apariencias visibles, no aprenderá a ser verdaderamente hombre.
Si creemos que ya llegamos a la meta y que se ha agotado la fuente de las sorpresas, nos tornamos ciegos para descubrir la novedad en lo más ordinario de la vida. Ya no esperamos nuevas maravillas y se apagan las ilusiones. Cuando la rutina marca el ritmo de la existencia, entonces se vive en la peor de todas las esclavitudes: “más acá del desierto”, cobijados por el tedio y arropados por la monotonía. Esa cárcel ya no merece el regio nombre de vida.
Dios no ha pronunciado su última palabra ni su imaginación ha palidecido. Las cosas más hermosas de la historia están todavía en el calendario, y no en los museos para sentir nostalgia de aquellos tiempos. Un mundo nuevo da la bienvenida a todo aquel que renuncie a su propio programa, para traspasar sus rígidos esquemas.
Sólo quienes deciden ir “más allá del desierto”, son capaces de guiar a su pueblo rumbo a la tierra prometida. ¿Cómo podrá ser guía de nuevos horizontes, quien nunca los ha desafiado?
Tocando con sus pies desnudos la candente arena, tiene lugar el encuentro con el Dios del Horeb: las lenguas de fuego parecen haber abrasado el corazón de Moisés, que arde con la llama celestial, pero sin consumirlo ni aniquilarlo. El Dios de la zarza ardiente tiene tres características fundamentales:
Desde el fondo del fuego, azotado por el viento huracanado, Moisés escucha una solemne declaración: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob: Ex 3,6a.
No nos sana hierba ni persona alguna sino la Palabra de Dios que TODO lo sana.
¡Alabado sea Jesucristo!
Autor: Aurelio Prado Flores