Nicodemo, un fariseo y magistrado judío, un hombre honesto, queda totalmente sorprendido por la afirmación de Jesús: ¡hay que nacer de nuevo! Tanto es así que le dice: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Esta pregunta de Nicodemo es totalmente comprensible. Sin embargo, Jesús insiste y explica. “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu” (Jn 3, 3 – 6).
La Resurrección de Jesús no es un hecho ajeno a nosotros
No podemos quedar indiferentes frente a este insólito acontecimiento. En la Resurrección de Jesús se nos ofrece nuestra propia resurrección, una oportunidad para nacer de nuevo.
Algo ha de morir para que nazca algo nuevo. El descenso de Jesús a los infiernos es nuestra esperanza porque es el deseo de Jesús de descender a nuestro propio infierno y desde allí invitarnos a la auténtica resurrección, a la auténtica vida nueva.
El misterio de la Resurrección
Frente a la pregunta ¿cómo resucitan los muertos?, ¿con qué cuerpo vuelven a la vida?, San Pablo contesta tajantemente: ¡Necio! (1Cor 15,35-36). Pero, ¿por qué? La razón es que el Evangelio anuncia “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó”, es decir, se trata de “lo que Dios preparó para los que le aman” (1Cor 2, 9).
En la fe no se busca una sabiduría humana sino la de Dios. Esta sabiduría de Dios trasciende la inteligencia humana. Por ello no existe respuesta frente al misterio. La Resurrección es un misterio. Frente a un problema se buscan soluciones, pero frente al misterio se responde con la fe porque, al ser misterio, se cree pero no caben las explicaciones.
Al no poder decir exactamente lo que es la Resurrección, se puede, por otra parte, aclarar en que no consiste. En primer lugar, la Resurrección no significa que Jesús sigue viviendo en la memoria humana, que Sus palabras perduran en la historia y que Su Nombre queda grabado en el corazón de los hombres y de las mujeres que creen en Él. En este caso, sería un fenómeno bastante común (recuerdo).
En este caso, el ser humano llega a ser el verdadero protagonista de la Resurrección de Jesús. Cristo aún vive porque el ser humano todavía habla de Él. En otras palabras, Jesús debe su Resurrección a sus discípulos. Él vive gracias a ellos y a su fe en Él. El ser humano llega a ser el origen y el fundamento de la Resurrección.
En segundo lugar, la Resurrección de Jesús no fue una vuelta a la vida, como en los casos de Lázaro (Jn 11,1-44), del hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11-18), y de la hija de Jairo (Lc 8,49-56). Hay una radical diferencia entre estas tres personas y Jesús. Esta es la diferencia: Ellos volvieron a la vida pero murieron después. Cristo no volvió a esta vida porque rompió con la muerte a una nueva vida. Ya no hay muerte para Él.
La Resurrección no es una vuelta a la vida sino una ruptura con la muerte, inaugurando una vida donde la muerte no tiene poder. “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre Él” (Rom 6,9).
La gran promesa
Jesús venció la muerte, quitándole la última palabra. Además, nos precede para prepararnos un lugar en la casa del Padre. “En la casa de Mi Padre hay muchas mansiones…Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y les tomaré conmigo, para que donde esté Yo estén también ustedes” (Jn 14,1-3). Por ello, San Pablo afirma que “también nosotros creemos, y por eso hablamos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante Él juntamente con ustedes” (2 Cor 4,13-14).
La Resurrección es la vida, una vida sobre la cual la muerte no tiene poder. Se puede articular con palabras este misterio pero con ello no se explica su significado, porque el ser humano no conoce una vida sin muerte. El ser humano sólo conoce una vida que termina en la muerte. La experiencia humana de la vida es una mezcla de vida y muerte. Pero la experiencia humana desconoce la vida en sí, la vida sin muerte.
Todo ser humano muere. Se llama vida, pero la muerte está involucrada como parte esencial de ella. Se conoce una vida sobre la cual la muerte tiene un poder decisivo. Pero Jesús el Cristo vive una vida sobre la cual la muerte ya no tiene poder. Esta es la vida verdadera, la vida que la experiencia humana desconoce por completo.
Jesús es Kyrios
La Iglesia primitiva proclamó a Jesús como el Kyrios, el Señor. Jesús es Señor sobre todos los poderes de este mundo, un poder sin restricciones. Y, sin duda, el poder más grande en este mundo es la muerte. Un político puede tener mucho poder, pero algún día morirá; un empresario podría tener mucho dinero, pero también morirá. Jesús es el Señor, Él no morirá porque la muerte no tiene poder sobre Él.
El misterio de la Resurrección es central en la fe. Si Cristo no ha resucitado, entonces la fe queda anulada porque el mismo Evangelio sólo se comprende a partir de la Resurrección de Jesús. Es la Resurrección que da vida y perspectiva a la Buena Noticia que se pronuncia y se enseña. “Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también nuestra fe” (1 Cor 15, 14).
El encuentro con el Resucitado
En los relatos de la experiencia del encuentro con Jesús Resucitado se encuentra una estructura básica común a todos ellos. Así, en la aparición a María Magdalena (Jn 20, 11 – 18), a los discípulos de Emaús (Lc 24, 13 – 35), a los discípulos encerrados en el cenáculo (Jn 20, 19 – 29) y a los discípulos a orillas del lago de Tiberíades (Jn 21, 1 – 23):
Una situación humana de tristeza, de miedo, de incredulidad. Magdalena llora, los discípulos de Emaús están tristes, los apóstoles están llenos de miedo. Por tanto, en el momento anterior a la aparición de Jesús, se encuentran personas tristes, temerosas, desanimadas o incrédulas.
Jesús aparece pero no es reconocido. Sin embargo, Jesús interpela a las personas que no lo reconocen mediante una pregunta: a Magdalena le pregunta: ¿Por qué lloras?; a los discípulos de Emaús: ¿De qué discuten entre ustedes mientras van andando?; a los discípulos a orillas del lago de Tiberíades: ¿Tienen pescado?
Jesús se presenta a Sí mismo, revela su identidad. Entonces, es reconocido. Magdalena lo reconoce cuando la llama por su nombre; los discípulos de Emaús al partir del pan; los discípulos encerrados en el cenáculo al mostrarles las manos y el costado; los discípulos a orillas del lago de Tiberíades al recoger la red llena de peces.
Jesús encarga una misión
La experiencia del encuentro con Jesús Resucitado no se limita a ser una consolación para la persona a la que se le aparece Jesús. Jesús da siempre a esa persona una misión: anunciar y compartir el gozo. A María Magdalena le dice: “Vete donde los hermanos”; los discípulos de Emaús vuelven a Jerusalén; a los discípulos encerrados en el cenáculo: “Como el Padre me envió, también Yo los envío”; a Pedro a orillas del lago de Tiberíades: “Apacienta a mis ovejas”.
El encuentro con Jesús Resucitado produce, a la vez, una confirmación en la fe y un envío a la misión. La recuperación del sentido en la propia vida conlleva, en palabras de san Ignacio, el Oficio de Consolador.
Buscar y encontrar
En toda la Biblia el tema del buscar y encontrar es recurrente: buscar y encontrar a Dios, o mejor todavía, dejarse encontrar por Dios una vez que nos ponemos en actitud de búsqueda, de apertura a Su presencia.
Así, en el Antiguo Testamento, el profeta Jeremías recuerda las palabras de Yahvéh en el contexto del exilio: “Me buscarán y me encontrarán cuando me solicitan de todo corazón; me dejaré encontrar de ustedes” (Jer 29, 13 – 14). Esta es la promesa de Yahvéh: Si le buscas, se dejará encontrar (1 Crón 28, 9; ver también 2 Crón 15, 2; Sab 6, 12 – 13; Is 55, 6). En el Nuevo Testamento se señala que los limpios de corazón verán a Dios (Mt 5, 8).
En el Evangelio de Juan, las primeras palabras que pronuncia Jesús son: ¿qué buscan?
(Jn 1,38) Son palabras dirigidas a los dos discípulos de Juan el Bautista que le siguen, cuando éste lo señala como el Cordero de Dios.
Las primeras palabras del Resucitado son: ¿a quién buscas?
(Jn 20,15) Son palabras dirigidas a María de Magdala.
El qué inicial se torna ahora en el quién.
Qué busco y a quién busco en la vida
Realmente, no resulta fácil responder esta pregunta: ¿qué busco en la vida? ¿a quién busco en la vida?
La búsqueda del camino se realiza en el anhelo de encontrar Aquel que es el camino.
María de Magdala buscó a Jesús entre los muertos (Jn 20, 11) y no lo encontró, porque ella buscó en el lugar equivocado. Dios es siempre más grande de toda expectativa humana. Hace falta darse cuenta que nuestra percepción humana es limitada y, por ello, se tiene que estar dispuesto para abrirse a otra perspectiva, la de Dios, de Aquel que es más.
El desafío de buscar y encontrar a Dios es un proceso que dura toda la vida. Al encontrarlo uno se da cuenta que todavía tiene que seguir buscándolo, porque Dios es siempre más grande, más novedoso, más sorprendente de lo que se puede imaginar. El ser humano no puede poseer a Dios, conocerlo totalmente, por ello, la vida es una búsqueda constante.
La pérdida del recuerdo del primer encuentro con Jesús
Con el paso del tiempo el recuerdo del primer encuentro puede enfriarse y, entonces, la intensidad de la búsqueda disminuye. Quizás por ello que ya no se encuentra tanto porque, en el fondo, se ha dejado de buscar con seriedad.
En el libro del Apocalipsis, en la palabra que se dirige a la Iglesia de Éfeso, se reconocen las virtudes que ha tenido la comunidad en mantener la fidelidad, pero también se encuentra el reproche: “Tengo contra ti que has perdido tu amor de antes” (Apoc 2, 4). Es el peligro de volverse tibio, de perder el primer entusiasmo, de profesionalizar la vocación, de ritualizar la conducta.
María de Magdala buscó con pasión y no se detuvo frente a las dificultades. Ella buscó al Señor con todo su corazón. Hasta lloró porque había perdido a su Señor (cf. Jn 20, 11). Vale la pena preguntarse si alguna vez he llorado por haber perdido al Señor. Sólo se llora cuando se pierde a alguien importante, esencial, clave en la propia vida.
Meditación
¿He llorado alguna vez por no haber encontrado al Señor?
¿Sigo buscando de verdad a Jesús?
Tony Mifsud s.j.
Universidad Alberto Hurtado
Los subtítulos y ajustes son del Editor
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