Cristo murió y resucitó para nuestra salvación. Esta es la principal verdad de la teología de San Pablo y el centro de nuestra fe. Que esta verdad plasme nuestra vida diaria, para que seamos partícipes de los frutos de la salvación. “Si no resucitó Cristo, es vacía nuestra predicación, y es vacía también vuestra fe…” Con estas palabras de la primera carta a los Corintios, San Pablo da a entender la importancia decisiva que atribuye a la resurrección de Jesús, pues en este acontecimiento está la solución del problema planteado por el drama de la cruz. Por sí sola la cruz no podría explicar la fe cristiana; más aún, sería una tragedia, señal de la absurdidad del ser. El misterio pascual consiste en el hecho de que ese Crucificado “resucitó al tercer día, según las Escrituras” (1 Cor 15,4); así lo atestigua la tradición protocristiana.
Aquí está la clave de la cristología paulina: todo gira alrededor de este centro gravitacional. Toda la enseñanza del apóstol San Pablo parte del misterio de Aquel que el Padre resucitó de la muerte y llega siempre a él.
La Resurrección es un dato fundamental, casi un axioma previo (1 Cor 15,12), en el cual San Pablo puede formular su anuncio (kerigma): el que fue crucificado y que así manifestó el inmenso amor de Dios por el hombre, resucitó y está vivo en medio de nosotros.
Es importante notar el vínculo entre el anuncio de la Resurrección, tal como san Pablo lo formula, y el que se realizaba en las primeras comunidades cristianas prepaulinas. Aquí se puede ver realmente la importancia de la tradición que precede al Apóstol y que él, con gran respeto y atención, quiere a su vez entregar. El texto sobre la Resurrección, contenido en el capítulo 15, versículos 1-11, de la primera carta a los Corintios, pone bien de relieve el nexo entre “recibir” y “transmitir”.
San Pablo atribuye mucha importancia a la formulación literal de la tradición y (nacida en los Apóstoles); al término del pasaje que estamos examinando subraya: “Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos” (1 Cor 15,11), poniendo así de manifiesto la unidad del kerigma, del anuncio para todos los creyentes y para todos los que anunciarán la resurrección de Cristo.
La tradición a la que se une es la fuente a la que se debe acudir. La originalidad de su cristología no va nunca en detrimento de la fidelidad a la tradición. El kerigma de los Apóstoles preside siempre la re-elaboración personal de san Pablo; cada una de sus argumentaciones parte de la tradición común, en la que se expresa la fe compartida por todas las Iglesias, que son una sola Iglesia. Así san Pablo ofrece un modelo para todos los tiempos sobre cómo hacer teología y cómo predicar.
En el discurso de san Pablo se encuentra una concentración de lo esencial: hemos sido “justificados”, es decir, hemos sido salvados por el Cristo muerto y resucitado por nosotros. Emerge sobre todo el hecho de la Resurrección, sin el cual la vida cristiana sería simplemente absurda. En aquella mañana de Pascua sucedió algo extraordinario, algo nuevo y, al mismo tiempo algo muy concreto, marcado por señales muy precisas, registradas por numerosos testigos.
Para san Pablo, como para los demás autores del Nuevo Testamento, la Resurrección está unida al testimonio de quien hizo una experiencia directa del Resucitado. Se trata de ver y de percibir, no sólo con los ojos o con los sentidos, sino también con una luz interior que impulsa a reconocer lo que los sentidos externos atestiguan como dato objetivo. Por ello, san Pablo y los cuatro Evangelios, otorgan una importancia fundamental al tema de las apariciones, que son condición fundamental para la fe en el Resucitado que dejó la tumba vacía.
Estos dos hechos son importantes: la tumba está vacía y Jesús se apareció realmente.
Así se constituye la cadena de la tradición que, a través del testimonio de los Apóstoles y de los primeros discípulos, llegará hasta nosotros, a través de las generaciones sucesivas,. El primer modo de expresar este testimonio, es predicar la resurrección de Cristo como síntesis del anuncio evangélico y como punto culminante de un itinerario salvífico, donde se ve siempre que para san Pablo el punto esencial es ser testigo de la Resurrección.
Pero podemos preguntarnos: ¿Cuál es, para san Pablo, el sentido profundo del acontecimiento de la resurrección de Jesús? ¿Qué nos dice a nosotros a dos mil años de distancia? La afirmación “Cristo ha resucitado” ¿es actual también para nosotros?
¿Por qué la Resurrección es un tema tan determinante para él y para nosotros hoy? San Pablo da solemnemente respuesta a esta pregunta al principio de la carta a los Romanos, donde comienza refiriéndose al “Evangelio de Dios… acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rom 1, 1.3-4).
San Pablo sabe bien, y lo dice muchas veces, que Jesús era Hijo de Dios siempre, desde el momento de su encarnación. La novedad de la Resurrección consiste en el hecho de que Jesús, elevado desde la humildad de su existencia terrena, ha sido constituido Hijo de Dios “con poder”. El Jesús humillado hasta la muerte en cruz puede decir ahora a los Once: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).
Por eso, con la Resurrección comienza el anuncio del Evangelio de Cristo a todos los pueblos, comienza el reino de Cristo, este nuevo reino que no conoce otro poder que el de la verdad y del amor.
Por lo tanto, la Resurrección revela definitivamente cuál es la auténtica identidad y la extraordinaria estatura del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: Jesús es Dios. Para san Pablo la identidad secreta de Jesús, más que en la encarnación, se revela en el misterio de la Resurrección.
Mientras el título de Cristo, es decir, “Mesías”, “Ungido”, en san Pablo tiende a convertirse en el nombre propio de Jesús, y el de Señor especifica su relación personal con los creyentes, ahora el título de Hijo de Dios ilustra la relación íntima de Jesús con Dios, una relación que se revela plenamente en el acontecimiento pascual. Por lo tanto, se puede decir que Jesús resucitó para ser el Señor de los vivos y de los muertos (Rom 14, 9; 2 Cor 5, 15) o, con otras palabras, nuestro Salvador (Rom 4, 25).
Todo esto tiene importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos llamados a participar hasta lo más profundo de nuestro ser en todo el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo. Por ello el Apóstol dice: Hemos “muerto con Cristo” y creemos que “viviremos con él, sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rom 6, 8-9).
El creyente se encuentra situado entre dos polos: por un lado, la Resurrección, que de algún modo está ya presente y operante en nosotros (Col 3, 1-4; Ef 2, 6); por otro, la urgencia de insertarse en el proceso que conduce a todos y todo a la plenitud, descrita en la carta a los Romanos con una imagen audaz: como toda la creación gime y sufre casi dolores del parto, así también nosotros gemimos en espera de la redención de nuestro cuerpo, de nuestra redención y resurrección (Rom 8, 18-23).
En síntesis, podemos decir con san Pablo que el verdadero creyente obtiene la salvación profesando con su boca que Jesús es el Señor y creyendo con el corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos (Rom 10, 9).
Es importante ante todo el corazón que cree en Cristo y que por la fe “toca” al Resucitado; pero no basta llevar en el corazón la fe; debemos confesarla y testimoniarla con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente la verdad de la cruz y de la Resurrección en nuestra historia. De esta forma el cristiano se inserta en el proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la muerte, se va transformando en el último Adán, celestial e incorruptible (1 Cor 15, 20-22.42-49). Este proceso se inició con la resurrección de Cristo, en la que, por tanto, se funda la esperanza de que también nosotros podremos entrar un día con Cristo en nuestra verdadera patria que está en el cielo. Sostenidos por esta esperanza proseguimos con valor y con alegría.
Benedicto XVI, Audiencia de 2008.