El tema se refiere a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por lo tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I (Años 30-40), después de un período en el que había perseguido a la Iglesia, se marcó el momento decisivo de la vida de san Pablo. Sobre esto se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aún, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar “pérdida” y “basura” todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (Flp 3, 7-8)
¿Qué es lo que sucedió?
Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). (Ver anexo)
Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento:
Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego. Así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su “sí” definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.
En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también “iluminación”, porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien.
San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte.
Ese acontecimiento cambió radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (Hech 9, 11).
El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol.
El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: “Y por último se me apareció también a mí” (1 Cor 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.
Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: “Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado” (Rom 1,5); y también: “¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?” (1 Cor 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas:
“Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco” (Gal 1, 15-17). En esta “auto-apología” subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.
Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental:
El Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano.
Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: “Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído” (1 Cor 15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.
Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera:
no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro personal con Jesús.
En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su “yo”; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.
Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros.
Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en “basura”; ya no es “ganancia” sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.
Comprendió que era absolutamente necesaria una nueva orientación de su vida. Y esta nueva orientación la encontramos expresada en estas palabras:
“Mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Gal 2,20). Pablo, pues, no vive ya para sí mismo, por su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo.
Sin embargo, no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad, sucedió lo contrario, porque Jesús resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos.
En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.
En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos:
¿Qué quiere decir esto para nosotros?
Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes.
Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo:
en la lectura de la sagrada Escritura
en la oración
en la vida litúrgica de la Iglesia.
Es importante, pues, que nos demos cuenta hasta qué punto Jesucristo puede incidir en la vida de un hombre y también de la nuestra…
¿cómo es el encuentro de un ser humano con Cristo? ¿en qué consiste la relación que se desprende de dicho encuentro?…
Pablo nos ayuda a comprender el valor fundamental e irreemplazable de la fe. Fijaos en lo que escribe en la carta a los Romanos:
“Sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la Ley” (Rom 3,28). E igualmente en la carta a los Gálatas: “Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús” (Gal 2,16)… “Estar justificados” quiere decir ser hechos justos, es decir, ser acogidos por la justicia misericordiosa de Dios y entrar en comunión con él.
Por consiguiente, poder establecer una relación mucho más auténtica con todos nuestros hermanos. Y ello sobre la base de un perdón total de nuestros pecados. Pues bien, Pablo afirma, con toda la claridad posible, que esta condición de vida no depende de nuestras eventuales obras buenas, sino de la pura gracia de Dios: “Todos somos justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús” (Rom 3,24).
Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos.
Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad. Por tanto, oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.
Busquemos, en el camino de nuestra fe, un verdadero encuentro personal con Jesus.
Autor:papa Benedicto XVI
Editor: Sun Titulos y extractos de homilías sobre conversión de san Pablo
Anexo bíblico
Se lee en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, capítulo 22 versículos 3 al 21
Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero me he criado en esta ciudad y he sido iniciado a los pies de Gamaliel en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres. Estaba lleno de celo por Dios, como ustedes lo están ahora.
Perseguí a muerte a los que seguían este Camino, llevando encadenados a la prisión a hombres y mujeres;el Sumo Sacerdote y el Consejo de los ancianos son testigos de esto. Ellos mismos me dieron cartas para los hermanos de Damasco, y yo me dirigí allá con el propósito de traer encadenados a Jerusalén a los que encontrara en esa ciudad, para que fueran castigados. En el camino y al acercarme a Damasco, hacia el mediodía, una intensa luz que venía del cielo brilló de pronto a mi alrededor.
Caí en tierra y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Le respondí: ¿Quién eres, Señor? y la voz me dijo: Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues. Los que me acompañaban vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo le pregunté: ¿Qué debo hacer, Señor? El Señor me dijo: Levántate y ve a Damasco donde se te dirá lo que debes hacer. Pero como yo no podía ver, a causa del resplandor de esa luz, los que me acompañaban me llevaron de la mano hasta Damasco.
Un hombre llamado Ananías, fiel cumplidor de la Ley, que gozaba de gran prestigio entre los judíos del lugar vino a verme y acercándose a mí, me dijo: Hermano Saulo, recobra la vista. Y en ese mismo instante, pude verlo. El siguió diciendo: El Dios de nuestros padres te ha destinado para conocer su voluntad, para ver al Justo y escuchar su Palabra, porque tú darás testimonio ante todos los hombres de lo que has visto y oído.
Y ahora, ¿qué esperas? Levántate, recibe el bautismo y purifícate de tus pecados, invocando su Nombre. Habiendo vuelto a Jerusalén y estando en oración en el Templo, caí en éxtasis; y le vi a él que me decía: Date prisa y marcha inmediatamente de Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio acerca de mí. Yo respondí: Señor, ellos saben que yo andaba por las sinagogas encarcelando y azotando a los que creían en ti; Cuando se derramó la sangre de tu testigo Esteban, yo también me hallaba presente, y estaba de acuerdo con los que le mataban y guardaba sus vestidos. Y me dijo: Marcha, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles. Le estuvieron escuchando hasta estas palabras y entonces alzaron sus voces diciendo: ¡Quita a ése de la tierra!; ¡no es justo que viva!