Quisiera deciros algo sobre el Evangelio. Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado en el banco de los impuestos (Mt 9, 9). Era un publicano. Esta gente era considerada de lo peor porque hacían pagar impuestos, y el dinero se lo mandaban a los romanos. Y una parte se la metían ellos en su bolsillo. Se lo daban a los romanos: vendían la libertad de su patria, por eso los odiaban tanto. Eran traidores de la patria. Jesús llamó a Mateo. Lo vio y lo llamó. «Sígueme», le dijo. Jesús escogió a un apóstol entre aquella gente, la peor. A continuación, este Mateo, invitado a comer, estaba alegre.
Antes, cuando me alojaba en Via della Scrofa, me gustaba ir a San Luis de los Franceses, para ver el cuadro de Caravaggio, La conversión de Mateo: él agarrado al dinero así [hace el gesto] y Jesús lo indica con el dedo. Se aferraba al dinero. Y Jesús lo escoge. Invita a toda la banda a almorzar, a los traidores, los cobradores de impuestos. Al ver esto, los fariseos que se creían justos, que juzgaban a todos y decían: “Pero ¿por qué vuestro Maestro tiene esa compañía?”. Jesús dice: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.
Esto me consuela mucho, porque creo que Jesús ha venido por mí.
Porque todos somos pecadores. Todos. Todos tenemos esta “licenciatura”, somos licenciados. Cada uno sabe cuál es su pecado, su debilidad más fuerte. En primer lugar debemos reconocer esto: ninguno de nosotros, todos los que estamos aquí, puede decir: “Yo no soy un pecador”. Los fariseos lo decían y Jesús los condena. Eran soberbios, altivos, se creían superiores a los demás. En cambio, todos somos pecadores. Es nuestro título y es también la posibilidad de atraer a Jesús a nosotros.
Jesús viene a nosotros, viene a mí porque soy un pecador.
Por eso vino Jesús, por los pecadores, no por los justos. Esos no lo necesitan. Dijo Jesús: “No necesitan médicos los sanos, sino los que están mal. Id, pues, a aprender lo que significa aquello de: Misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9, 12-13). Cuando leo esto me siento llamado por Jesús y todos podemos decir lo mismo:
Jesús ha venido por mí, por cada uno de nosotros.
Este es nuestro consuelo y nuestra confianza: él siempre perdona, cura el alma siempre, siempre. “Pero yo soy débil, voy a tener una recaída…”, Jesús te levantará, te curará siempre. Este es nuestro consuelo, Jesús vino por mí, para darme fuerzas, para hacerme feliz, para que tuviera la conciencia tranquila. No tengáis miedo. En los malos momentos, cuando uno siente el peso de tantas cosas que hicimos, de tantos resbalones en la vida, tantas cosas, y se siente el peso… Jesús me ama porque soy así.
Me acuerdo de un pasaje de la vida de un gran santo, Jerónimo que tenía muy mal genio, y trató de ser manso, pero con ese genio… porque era un dálmata y los de Dalmacia son fuertes… Había logrado dominar su forma de ser, y así ofrecía al Señor tantas cosas, tanto trabajo, y le preguntaba al Señor: “¿Qué quieres de mí?” —“Todavía no me has dado todo.” —“Pero Señor, te he dado esto, esto y esto…” —“Falta algo.” —“¿Qué falta?” —“Dame tus pecados”. Es hermoso escuchar esto:
“Dame tus pecados, tus debilidades, te curaré, tu sigue adelante”.
Hoy, en este primer viernes, pensemos en el corazón de Jesús, para que nos haga comprender esto, con el corazón misericordioso, que sólo nos dice: “Dame tus debilidades, dame tus pecados, yo perdono todo”.
Jesús perdona todo, siempre perdona.
Que ésta sea nuestra alegría.
Homilía del Santo Padre Francisco durante la misa celebrada para los trabajadores del centro industrial vaticano el 7 de julio de 2017