EL ESPÍRITU Y EL CUERPO ESPIRITUAL RESUCITADO

EL ESPÍRITU Y EL CUERPO ESPIRITUAL RESUCITADO

«Nosotros —enseña el apóstol san Pablo— somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como salvador al Se-ñor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Flp 3, 20-21).

Como el Espíritu Santo transfiguró el cuerpo de Jesucristo cuando el Padre lo resucitó de entre los muertos, así el mismo Espíritu revestirá de la gloria de Cristo nuestros cuerpos. San Pablo escribe: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

La fe cristiana en la resurrección de la carne ya desde sus inicios encontró incomprensiones y oposiciones. Lo constata el mismo apóstol san Pablo en el momento de anunciar el Evangelio en medio del Areópago de Atenas: «Al oír hablar de resurrección de los muertos unos se burlaron y otros dijeron: “Sobre esto ya te oiremos otra vez”» (Hch 17, 32).

Esa dificultad se vuelve a presentar también en nuestro tiempo. En efecto, por una parte, incluso quienes creen en alguna forma de supervivencia más allá de la muerte, reaccionan con escepticismo ante la verdad de fe que esclarece este supremo interrogante de la existencia a la luz de la resurrección de Jesucristo. Por otra, hay también quienes sienten el atractivo de una creencia como la de la reencarnación, arraigada en el humus religioso de algunas culturas orientales (cf. Tertio millennio adveniente, 9).

La revelación cristiana no se contenta con un vago sentimiento de supervivencia, aun apreciando la intuición de inmortalidad que se expresa en la doctrina de algunos grandes buscadores de Dios. Además, podemos admitir que la idea de una reencarnación brota del intenso deseo de inmortalidad y de la percepción de la existencia humana como «prueba» con miras a un fin último, así como de la necesidad de una purificación completa para llegar a la comunión con Dios. Sin embargo, la reencarnación no garantiza la identidad única y singular de cada criatura humana como objeto del amor personal de Dios, ni la integridad del ser humano como «espíritu encarnado».

El testimonio del Nuevo Testamento subraya, ante todo, el realismo de la resurrección, también corporal, de Jesucristo. Los Apóstoles atestiguan explícitamente, remitiéndose a la experiencia que vivieron en las apariciones del Señor resucitado, que «Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse (…) a los testigos que Dios había escogido de antemano a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos» (Hch 10, 40-41). También el cuarto evangelio subraya este realismo, por ejemplo, cuando nos narra el episodio del apóstol Tomás, a quien Jesús invitó a meter el dedo en el lugar de los clavos y la mano en el costado atravesado del Señor (cf. Jn 20, 24-29); y en la aparición que tuvo lugar a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús resucitado «tomó el pan y se lo dio, y de igual modo el pez» (Jn 21 13).

Ese realismo de las apariciones testimonia que Jesús resucitó con su cuerpo y con ese mismo cuerpo vive ahora al lado del Padre. Ahora bien, se trata de un cuerpo glorioso, ya no sujeto a las leyes del espacio y del tiempo, transfigurado en la gloria del Padre. En Cristo resucitado se manifiesta el estadio escatológico al que un día están llamados a llegar to-dos los que acogen su redención, precedidos por la Virgen santísima, que «terminado el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste» (Pío XII, constitución apostólica Munificentissimus Deus, 1 de noviembre de 1950: DS 3903, cf. Lumen gentium, 59).

Remitiéndose al relato de la creación, recogido en el libro del Génesis, e interpretando la resurrección de Jesús como la «nueva creación», el apóstol san Pablo puede, por consiguiente. afirmar: «El primer hombre, Adán fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1 Co 15, 45). En efecto, la realidad glorificada de Cristo, por la efusión del Espíritu Santo, es participada de modo misterioso pero real también a todos los que creen en él.

Así, en Cristo, «todos resucitaran con los cuerpos de que ahora están revestidos» (IV concilio de Letrán: DS 801), pero nuestro cuerpo se transfigurará en cuerpo glorioso (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1Co 15, 44). San Pablo, en la primera carta a los Corintios, a los que le preguntan: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?, responde usando la imagen de la semilla que muere para abrirse a una nueva vida: Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. (…) Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. (…) En efecto, es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad (1 Co 15, 36-37. 42-44. 53).

Ciertamente —explica el Catecismo de la Iglesia católica—, el «cómo» sucederá eso «sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento, no es accesible más que en la fe. Pe-ro nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo» (n. 1000).

En la Eucaristía Jesús nos da, bajo las especies del pan y del vino, su carne vivificada por el Espíritu Santo y vivificadora de nuestra carne con el fin de hacernos participar con todo nuestro ser, espíritu y cuerpo, en su resurrección y en su condición de gloria. A este respecto, san Ireneo de Lyon enseña: «Porque de la misma manera que el pan que proviene de la tierra, después de recibir la invocación de Dios, ya no es un pan ordinario, sino la Eucaristía, constituida de dos cosas: una celeste, otra terrestre, así nuestros cuerpos, al recibir la Eucaristía ya no son corruptibles, puesto que tienen la esperanza de la resurrección» (Adversus haereses, IV, 18, 4-5).

Todo lo que hemos dicho hasta aquí, sintetizando la enseñanza de la sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia, nos explica por qué «el credo cristiano (…) culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos y en la vida eterna» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 988). Con la encarnación el Verbo de Dios asumió la carne humana (cf. Jn 1, 14), haciéndola partícipe, por su muerte y resurrección, de su misma gloria de Unigénito del Padre. Mediante los dones del Espíritu y de la carne de Cristo glorificada en la Eucaristía, Dios Padre infunde en todo el ser del hombre y, en cierto modo, en el cosmos mismo, el deseo de ese destino. Como dice san Pablo: «La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios (…), con la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8, 19-21).

Catequesis de S.S. Juan Pablo II 4 de nov 1998

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