Desde cierto punto de vista podemos decir que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos hacia el ámbito de la fe, al que EL pertenece en primer lugar, notamos, al contrario, una inquietante ausencia, si no hasta rechazo de su persona. Preocupante es lo que se observa en la sociedad en general, incluidos los que se definen «creyentes cristianos». Creen, la mayoría de las veces, en la existencia de un Ser supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Pero ésta es una fe deísta, no aún una fe cristiana. Esta es solo religión, no aún fe.
Jesucristo está en la práctica ausente en este tipo de religiosidad. Incluso el diálogo entre ciencia y fe, que ha vuelto a ser tan actual, lleva, sin quererlo, a poner entre paréntesis a Cristo. Aquél tiene de hecho por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene ahí ningún lugar. Sucede lo mismo también en el diálogo con la filosofía, que ama ocuparse de conceptos metafísicos más que de realidades históricas.
De ello nos preguntamos:
¿qué lugar ocupa Cristo en la sociedad actual?
¿qué lugar ocupa Cristo en mi vida?
Se repite, a escala mundial, lo que ocurrió en el Areópago de Atenas, con ocasión de la predicación de Pablo. Mientras el Apóstol habló del Dios «que hizo el mundo y todo lo que hay en él» y del cual «somos también estirpe», los doctos atenienses le escucharon con interés. Cuando comenzó a hablar de Jesucristo «resucitado de entre los muertos», respondieron «sobre esto, ya te oiremos otra vez» (Hech 17,22-32).
PRESENCIA – AUSENCIA DE CRISTO
Basta una sencilla mirada al Nuevo Testamento para entender cuán lejos estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere el Espíritu Santo (Ga 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección. También para Juan la fe que vence al mundo es la fe en Jesucristo. Escribe: ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5).
Frente a esta nueva situación, la primera tarea es la de hacer, nosotros los primeros, un gran acto de fe. Jesús no ha vencido sólo al mundo de entonces, sino al mundo de siempre, en aquello que tiene en sí de reacio y resistente al Evangelio. Por lo tanto, ningún miedo o resignación debemos tener porque «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Pero no podemos permanecer inertes; debemos ponernos manos a la obra para responder de manera adecuada a los desafíos que la fe en Cristo afronta en nuestro tiempo.
Para re-evangelizar el mundo post-cristiano es indispensable, creo, conocer el camino seguido por los apóstoles para evangelizar el mundo pre-cristiano. Las dos situaciones tienen mucho en común. Y es esto lo que querría ahora intentar sacar a la luz: ¿cómo se presenta la primera evangelización? ¿Qué vía siguió la fe en Cristo para conquistar el mundo?
KERIGMA Y ENSEÑANZA (DIDACHÉ) O CATEQUESIS
Todos los autores del Nuevo Testamento muestran presuponer la existencia y el conocimiento, por parte de los lectores, de una tradición común (paradosis) que se remonta al Jesús terreno. Esta tradición presenta dos aspectos, o dos componentes: un componente llamado «predicación» o anuncio (kerigma) que proclama lo que Dios ha obrado en Jesús de Nazaret, y un componente llamado «enseñanza» (didaché) que presenta normas éticas para un recto actuar por parte de los creyentes. Varias cartas paulinas reflejan este reparto, porque contienen una primera parte kerigmática, de la que desciende una segunda parte de carácter práctico.
La predicación o el kerigma, es llamada el «evangelio»; la enseñanza, o didaché, en cambio es llamada la «ley», o el mandamiento, de Cristo, que se resume en la caridad. De estas dos cosas, la primera –el kerigma, o evangelio– es lo que da origen a la Iglesia; la segunda –la ley, o la caridad— que brota de la primera, es lo que traza a la Iglesia un ideal de vida moral, que «forma» la fe de la Iglesia. En este sentido, el Apóstol distingue su obra de «padre» en la fe, frente a los corintios, de la de los «pedagogos» llegados detrás de él. Dice: «He sido yo quien, mediante el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Co 4,15)
LA FE NACE Y CRECE SOLO EN PRESENCIA DEL KERIGMA O DEL ANUNCIO
La fe viene por lo tanto de la escucha de la predicación. ¿Pero cuál es, exactamente, el objeto de la «predicación»? Se sabe que en boca de Jesús aquél es la gran noticia que hace de fondo en sus parábolas y de la que brotan todas sus enseñanzas: «¡Ha llegado a vosotros el Reino de Dios!». Pero ¿cuál es el contenido de la predicación en boca de los apóstoles? Se responde: ¡la obra de Dios en Jesús de Nazaret! Es verdad, pero existe algo aún más concreto, que es el núcleo germinativo de todo y que, respecto al resto, es como la reja del arado, esa especie de espada ante el arado que rompe en primer lugar el terreno y permite al arado trazar el surco y remover la tierra.
Este núcleo más concreto es la exclamación: «¡Jesús es el Señor!», pronunciada y acogida en el estupor de una fe «statu nascenti», esto es, en el acto mismo de nacer. El misterio de esta palabra es tal que ella no puede ser pronunciada «sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Sola, ella hace entrar en la salvación a quien cree en su resurrección: «Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Es decir, la predicación de la Iglesia va ampliándose, hasta constituir un inmenso edificio doctrinal, pero comienza con una punta y esta punta es el kerigma.
Por lo tanto, aquello que en la predicación de Jesús era la exclamación: «¡Ha llegado el reino de Dios!», en la predicación de los apóstoles es la exclamación: «¡Jesús es el Señor!», transformándose en una continuidad perfecta entre el Jesús que predica y el Cristo predicado, porque decir: «¡Jesús es el Señor!» es como decir que, en Jesús crucificado, muerto y resucitado, se ha realizado por fin el reino y la soberanía de Dios sobre el mundo. Ahí nace el kerigma.
EL ANUNCIO
¿Cómo podrán creer –escribe el Apóstol hablando de la fe en Cristo– sin haberle oído? ¿Cómo podrán oírle sin que se les predique? (Rom 10,14). Por lo tanto, la fe viene de la escucha de la predicación (Rom 10,17), donde por «predicación» se entiende como el «evangelio» o el KERYGMA.
Después de Pentecostés, los apóstoles no recorren el mundo repitiendo siempre y sólo: «¡Jesús es el Señor!». Lo que hacían, cuando se encontraban anunciando por primera vez la fe en un determinado ambiente, era, más bien, ir directos al corazón del evangelio, proclamando dos hechos:
Jesús murió – Jesús resucitó, y el motivo de estos dos hechos:
murió «por nuestros pecados»,
resucitó «para nuestra justificación» (1 Cor 15,4; Rom 4,25).
Dramatizando el asunto, Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, no hace sino repetir a quienes le escuchan: «Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret, Dios le ha resucitado, constituyéndole Señor y Cristo»
DIFERENCIA ENTRE KERIGMA Y ENSEÑANZA O CATEQUESIS
El kerigma tiene un carácter asertivo y autoritativo, no discursivo o dialéctico. No tiene necesidad, por lo tanto, de justificarse con razonamientos filosóficos o apologéticos: se acepta o no se acepta, y basta. Los apologistas del siglo II-III son la confirmación de ello. Solamente pensaban que la fe debía ser precedida como obra del Espíritu y no de la razón.
En el principio, el kerigma se distingue de la enseñanza y catequesis. Estas últimas cosas tienden a formar la fe, o a preservar su pureza, mientras que el kerigma tiende a suscitarla. Él kerigma se parece a la semilla que da origen al árbol. El kerigma está al inicio de todo. De él se desarrolla todo lo demás, incluidos los cuatro evangelios.
Sobre este punto se tuvo una evolución debida a la situación general de la Iglesia. En la medida en que se va hacia un régimen de cristiandad, en el cual todo entorno es cristiano, o se considera tal, se advierte menos la importancia de la elección inicial con la que se pasa a ser cristiano, tanto más que el bautismo se administra normalmente a los niños, quienes no tienen capacidad de realizar tal opción propia. Lo que más se acentúa, de la fe, no es tanto el momento inicial, el milagro de llegar a la fe, cuanto más bien la plenitud y la ortodoxia de los contenidos de la fe misma.
REDESCUBRIR EL KERIGMA
Esta situación incide hoy fuertemente en la evangelización. Las Iglesias con una fuerte tradición dogmática y teológica (como es, por excelencia, la Iglesia Católica), corren el riesgo de encontrarse en desventaja si por debajo del inmenso patrimonio de doctrina, leyes e instituciones, no hallan ese núcleo primordial capaz de suscitar por sí mismo la fe.
Presentarse al hombre de hoy, carente frecuentemente de todo conocimiento de Cristo, con todo el abanico de esta doctrina es como poner una de esas pesadas capas de brocado de una vez en la espalda de un niño. Estamos más preparados por nuestro pasado a ser «pastores» que a ser «pescadores» de hombres; esto es, mejor preparados a nutrir a la gente que viene a la iglesia que a llevar personas nuevas a la Iglesia, o repescar a los que se han alejado y viven al margen de ella.
Ésta es una de las causas por las que en ciertas partes del mundo muchos católicos abandonan la Iglesia Católica por otras realidades cristianas; son atraídos por un anuncio sencillo y eficaz que les pone en contacto directo con Cristo y les hace experimentar el poder de su Espíritu.
Es necesario, por lo tanto, que el anuncio fundamental, al menos una vez, sea propuesto entre nosotros, nítido y enjuto, no sólo a los catecúmenos, sino a todos, dado que la mayoría de los creyentes de hoy no ha pasado por el catecumenado. La gracia que algunos de los nuevos movimientos eclesiales constituyen actualmente para la Iglesia consiste precisamente en esto. Ellos son el lugar donde personas adultas tienen por fin la ocasión de escuchar el kerigma, renovar el propio bautismo, elegir conscientemente a Cristo como propio Señor y salvador personal y comprometerse activamente en la vida de su Iglesia.
El kerigma resuena, es verdad, en el momento más solemne de cada Misa: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!». Pero, por sí sola, ésta es una sencilla fórmula de aclamación.
ELEGIR A JESÚS COMO SEÑOR
La proclamación de Jesús como Señor debería hallar su lugar de honor en todos los momentos fuertes de la vida cristiana. La ocasión más propicia son tal vez los funerales, porque ante la muerte el hombre se interroga, tiene el corazón abierto, está menos distraído que en otras ocasiones. Nada como el kerigma cristiano tiene qué decir al hombre, sobre la muerte, una palabra a la medida del problema.
¿Qué lugar ocupa Cristo en mi vida?». Traigamos a la mente el diálogo de Jesús con los apóstoles en Cesarea de Filipo: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? …Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,13-15). Lo más importante para Jesús no parece ser qué piensa de él la gente, sino qué piensan de él sus discípulos más cercanos.
El anuncio: «¡Jesús es el Señor!» no es por lo tanto otra cosa sino la conclusión, ahora implícita ahora explícita, de esta breve historia, narrada en forma siempre viva y nueva, si bien sustancialmente idéntica, y es, a la vez, aquello en lo que tal historia se resume y se hace operante para quien la escucha. «Cristo Jesús… se despojó de sí mismo… obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó… para que toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor» (Flp 2, 6-11).
LA FE EN CRISTO HOY
La proclamación «¡Jesús es el Señor!» no constituye, por lo tanto, ella sola, la predicación entera, pero es su alma y, por así decirlo, el sol que la ilumina. Llegar a la fe es el repentino y estupefacto abrir los ojos a esta luz. La primera Carta de Pedro lo define como pasar «de las tinieblas a la admirable luz» (1 P 2,9; Col 1,12 ss.).
Decir «¡Jesús es el Señor!» significa tomar una decisión de hecho. Es como decir: Jesucristo es «mi» Señor; le reconozco todo derecho sobre mí, le cedo las riendas de mi vida; no quiero vivir más «para mí mismo», sino «para aquél que murió y resucitó por mí» ( 2 Cor 5,15).
Proclamar a Jesús como propio Señor significa someter a él todo nuestro ser, hacer penetrar el Evangelio en todo lo que hagamos. Significa «abrir de par en par las puertas de nuestra vida a Cristo». Digamos todos:
JESUS SEÑOR MI SEÑOR
Raniero Cantalamessa predicador casa Pontificia, año 2005
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