El Antiguo Testamento es tajante respecto a la necesidad humana de representar al Dios Transcendente: prohibición de todas las imágenes. No obstante la psicología humana parece necesitar atrapar a Dios en conceptos precisos o en símbolos sugerentes, perfectamente delimitados, al alcance de la mano, porque, de lo contrario, corre el peligro de convertir el posible «encuentro» en pura ficción.
Fijemos nuestros ojos en la imagen de Dios que tenemos
El problema no es tanto el deseo de representar humanamente al Irrepresentable, cuanto la pretensión de identificar a Dios con esas representaciones que nuestra psicología necesita y cerrarnos, así, a los desbordamientos que se producen en la experiencia de fe. La idolatría, consiste, pues, en conceder un carácter de ultimidad (no es un medio si no un fin ultimo) a las imágenes de Dios, que no son mas que medicaciones, realidades penúltimas.
Para evitar, en la medida de lo posible, que la mediación, que es la imagen, se convierta en fundamento último de tu vida de fe, que sólo puede ser Dios, necesitas caer en la cuenta de las imágenes o representaciones de Dios que acompañan tu fe y estar continuamente abierta a la corrección que sobre ellas realiza su Palabra.
Criterios de discernimiento
Por eso conviene tener en cuenta los criterios que te presentamos, que pretenden
1. Lo afectivo es lo efectivo en mi vida cotidiana
La fe predicada por Cristo Jesús, invitación al encuentro con Dios Padre/Madre en la vida cotidiana, hunde sus raíces en la afectividad. Los afectos constituyen, así, el espacio donde debemos y podemos descubrir las imágenes de Dios que determinan nuestra vida de fe.
2. Toda relación afectiva se estructura en una imagen
La calidad de nuestra relación con los demás depende, lo sabemos, de la imagen que tenemos de ellos. Por eso, de la misma manera, la calidad de nuestra relación personal con Dios dependerá de la imagen que tenemos de Él. Es decir, la imagen que tienes de Dios te permitirá descubrir qué significa verdaderamente su presencia para tu vida, es decir, el significado afectivo que su presencia tiene para ti. Afectividad viene de afección, de aquello que afecta profundamente a la persona. La pregunta que, en definitiva, va a resumir todo tu trabajo y que tendrás que compartir con tu acompañante es esta: ¿Cómo afecta Dios a mi vida?
3. Las imagen de Dios suele estar ligada a experiencias de infancia
La imagen de Dios suele estar marcada por la relación vivida con la figura materna y paterna; por la educación familiar y colegial recibida: de tipo protector o liberal; por el temperamento psíquico y personal: agresivo, paciente… Es, por tanto, necesario contrastar esta reflexión con las conclusiones derivadas de la etapa anterior: Instalación-búsqueda.
4. La fe personal siempre se traduce en una imagen.
No se trata de rechazar, repetimos, todas las imágenes de Dios. Dios se configura en la psicología personal a través de una imagen. De lo que se trata es de discernir si la imagen de Dios que determina ahora tu experiencia de fe es evangélica, responde a la predicación de Cristo Jesús
En este cuaderno te invitamos a que intentes reconocer no el Dios que tienes en la cabeza, sino el Dios que habita en tu corazón. Se trata de analizar tu propia historia de relación con Dios y descubrir tu situación actual ante El. Y, sobre todo, se trata de saber si el Dios de tu corazón tiene algo que ver con el Dios predicado por Cristo Jesús. Para ello conviene que caigas en la cuenta de lo que llamamos las imágenes afectivas y racionales de Dios.
Las imágenes afectivas de Dios
Las tres imágenes afectivas de Dios, típicas, que presentamos, tienen que ver con las tres actitudes básicas que los seres humanos adaptamos hacia las figuras afectivas significativas (padres o abuelos) en nuestros primeros años de vida. Interesa, por lo tanto, examinar brevemente las características de cada una de ellas para ver de qué modo se proyectan en la imagen de Dios.
1. El Dios abuelo
Esta imagen de Dios procede de la relación que se establece entre nieto y abuelo. Desde el punto de vista psicológico, este tipo de relación se caracteriza por “una gratificación grande sin responsabilidad (o con una responsabilidad muy disminuida)”. Los abuelos suelen ser los aliados de los nietos en la lucha con el elemento intermedio: los padres. El paso de la vida los ha hecho más tolerantes. No están dispuestos a pagar el precio de la no aceptación por imponer mandatos desagradables. Tienden a gratificar continuamente a los nietos para suavizar las órdenes de los padres y para verse, a su vez, recompensados por muestras de cariño que les ayuden a mitigar la soledad de la vejez.
La aplicación a la relación con Dios es evidente. Dios es como un abuelo que todo lo consiente, que no se entera de lo que hago y que, en cualquier caso, le da igual. Siempre está dispuesto a concederme todo a cambio de nada. Esta religiosidad apenas funda una vida ética responsable. Se trata de un sentimiento oceánico difuso de bondad sin perfiles, de ausencia de normas. Una religiosidad a la medida de las propias necesidades afectivas.
2. El Dios Padre-Ley
Esta imagen de Dios surge de la relación con las figuras paternas entendidas desde la clave de la autoridad. Desde el punto de vista psicológico, la relación padre-hijo se caracteriza por “una gratificación pequeña como respuesta a una responsabilidad grande”. El padre autoridad premia o castiga según la conducta del hijo. No cabe la arbitrariedad, pero tampoco la manga ancha.
Una relación de este tipo (común en las relaciones familiares tradicionales) hace que la persona desarrolle su capacidad de respuesta personal, afine la diferencia entre lo bueno y lo malo, ponga en marcha sus propios recuerdos. Como contrapartida, favorece la ansiedad y la insatisfacción permanente (nunca se cumplen a la perfección los mandatos del padre) así como una moral heterónoma (las cosas son así porque alguien lo manda) y una ética del cumplimiento (lo que importa es cumplir las órdenes).
En la relación con Dios esta imagen ha caracterizado (y caracteriza) la religiosidad de muchos creyentes. Dios se concibe como un Ser justo “que premia a los buenos y castiga a los malos”, que escudriña hasta los más recónditos secretos del corazón y que dará a cada uno “según sus obras”. Es claro que esta imagen estimula una vida ética exigente. A cambio puede llevar a una religión heterónoma, del cumplimiento, afectivamente temerosa. No se descartan desequilibrios afectivos serios: escrúpulos, miedos y temores,…etc.
3. El Dios autonomía
Esta imagen se modela sobre la base de la relación con las figuras paternas tal como se ha ido viviendo en las últimas décadas. Los padres han dejado de considerarse figuras de autoridad y se han entendido a sí mismos como educadores y promotores de la autonomía de sus hijos. Desde el punto de vista psicológico, estas relaciones se caracterizan por “la promoción de la autonomía”. Los padres recompensan o castigan en función de los objetivos y no sólo de las conductas.
Una relación de este tipo (preponderante en las relaciones familiares actuales) favorece que la persona aprenda a tomar sus decisiones, a asumir los riesgos de su propia vida, a no depender de las instancias externas, o del premio o del castigo. También esta relación juega un papel en referencia a Dios. Dios aparece como el que nos ha puesto en este mundo y nos ha dado la vida, pero nosotros somos autónomos para hacer con nuestra vida lo que nos parezca oportuno. La vida ética depende del sujeto. No hay referencias subjetivas.
Conclusiones
Se trata, naturalmente, de “tipos” que se matizan y combinan diversamente en las personas. Lo que interesa es comprobar cuál es el tipo dominante en la propia afectividad y caer en la cuenta de los rasgos que implica. El primer fruto es que uno empieza a entender mejor el por qué de alguna de sus conductas religiosas.
Ninguno de los tres tipos coincide con el Dios de Jesús, ni siquiera el tercero. Esto nos obliga a relativizar estas imágenes y a seguir buscando. El Dios de Jesús es siempre “alguien distinto” y “alguien mayor”. Su Padre no tiene nada que ver ni con el abuelo, ni con el juez, ni con el Dios-autonomía, aunque algunos rasgos pudieran parecer semejantes.
En la caracterización anterior, conviene introducir un matiz importante. Hay personas que han modulado su religiosidad afectiva en relación, sobre todo, con figuras maternales. Los matices son muy importantes. El amor maternal se caracteriza –desde el punto de vista psicológico- por la incondicionalidad como estímulo de respuesta (en esto se diferencia del amor de los abuelos). Para algunos teólogos, la presentación de Dios como Madre podría corregir los efectos producidos por una presentación excesiva del Dios Padre.
Las imágenes racionales de Dios
Por nuestra formación hemos estudiado muchas cosas y no podemos tener la misma imagen de Dios de una viejecita. La hemos ido elaborando a lo largo de nuestra vida como fruto de un proceso discursivo que bebe en las fuentes de la catequesis, de la filosofía, de la psicología, de la literatura (poesía, novela,…) de los medios de comunicación (TV, cine…), del medio cultural y, cómo no, de la teología…
Además, la cuestión ha sido muy estudiada por la teología contemporánea al hablar, sobre todo, del lenguaje religioso. En un pequeño estudio, muy sugerente (Creer sólo se puede en Dios. En Dios sólo se puede creer, Santander, 1985), González Faus presenta una galería de imágenes sustentadoras de conductas. No se pueden considerar sólo imágenes de hoy porque, en realidad, “las prácticas relativas a Dios parecen ser siempre las mismas”. Las imágenes pueden agruparse en dos series: las idolátricas y las increyentes. Las primeras describen, más bien, algunas prácticas de creyentes conservadores. Las segundas suelen estar más conectadas con los progresistas.
1. Imágenes idolátricas
• Tener a raya a Dios (o el Dios del miedo). Consiste en asegurarse la benevolencia divina mediante el cumplimiento escrupuloso de normas éticas y religiosas, de manera que así se contenga la ira de un Dios temible, pronto a castigar cualquier exceso. Dios es más “sabido” que creído. Su providencia es interpretada como una causa más al nivel de las causas de este mundo. Se le hace responsable de un terremoto, de un cáncer o de la guerra de Irak.
• Defender a Dios (o el Dios sin Logos). Consiste en entender la vida como una defensa a ultranza de Dios y en considerar la autonomía de lo creado como una pequeña insensatez suya que hay que corregir para que la realidad no se desmande. Los creyentes que viven esta imagen, generalmente piadosos, no logran entender que lo que un cristiano tiene que defender es el hombre. “Del buen nombre del Paraíso ya me ocupo yo”, fue la respuesta del Cristo de Guareschi al bueno de don Camilo cuando éste se disponía a romperle la cara a Peppone, el alcalde comunista.
• Imponer a Dios (o el Dios sin Espíritu). Consiste en querer imponer la verdad como si fuera algo exterior, sin creer en la verdad que el Espíritu suscita en el interior del hombre. Se traduce por una preeminencia de la ortodoxia sobre la fe y de la verdad sobre la vida. La diferencia entre unas y otras es sutil, pero existe: el creyente invita a todos a compartir su fe; el ortodoxo rechaza a todos los que no la comparten. Por desgracia, muchos hombres prefieren adherirse a un sistema que a una fe.
• Buscar a Dios en el cielo (o el Dios con un espíritu falso). Consiste en buscar a Dios fuera de la realidad y fuera de los aspectos “materiales” de esta realidad. La alteridad es imaginada como distancia insalvable. En la práctica se traduce en formas espiritualistas, cuyo denominador común es el interés por apoyarse en Dios para evadirse de lo real.
• Servirse de Dios (o manipular a Dios). Consiste en usar a Dios, casi siempre de una manera inconsciente, en defensa de los propios ídolos. La única forma en que Dios pueda aparecer ante los hambrientos es en figura de pan (Ghandi).
2. Imágenes increyentes
• Reducir o Negar a Dios. El problema no se resuelve eliminando las mediaciones, sino aceptando la que Dios ha escogido para comunicársenos: el Hombre Jesucristo.
Texto tomado de www.claret.org/
Nota del Editor
Como dice San Atanasio (295-373), obispo de Alejandría, doctor de la Iglesia: “Cristo es imagen del Dios invisible” y esa es la imagen que los creyentes debemos tener de Dios.
Puesto que los hombres se volvieron del todo irrazonables y el engaño del demonio arrojaba su sombra por todas partes y escondía el auténtico conocimiento del verdadero Dios, ¿qué tenía que hacer Dios? ¿Callarse ante semejante situación? ¿Aceptar que de esta manera los hombres se extravíen y no conozcan a Dios?… ¿Es que Dios no ahorrará a sus criaturas el extraviarse lejos de él y el ser sometidas a la nada, puesto que este extravío es para ellas causa de pérdida ruinosa, teniendo en cuenta que los seres que participan de la imagen de Dios (Gn 1,26) no perecerán? ¿Qué hacía falta que Dios hiciera? ¿Qué hacer sino renovar en ellos su imagen para que los hombres puedan, de nuevo, conocerle?
¿Pero, cómo se hará esto, sino por la presencia de la misma imagen de Dios (Col 1,15), nuestro Salvador Jesucristo? Esto no podía realizarse por los hombres, puesto que ellos no son la imagen de Dios sino que han sido creados según la imagen; tampoco lo podían realizar los ángeles, porque ellos mismos no son imágenes. Por eso vino el mismo Verbo de Dios, él que es la imagen del Padre, a fin de estar en condiciones de restaurar la imagen desde el fondo mismo de la esencia humana. Por otra parte, esto no se podía llevar a cabo si la muerte y la degradación subsiguiente no eran aniquiladas.
Por eso el Verbo tomó un cuerpo mortal, para poder aniquilar la muerte y restaurar a los hombres según la imagen de Dios. Así pues, el que es la imagen del Padre, su Hijo santísimo, vino a nosotros para renovar al hombre hecho a su semejanza y, cuando estaba perdido, volver a encontrarlo por la remisión de sus pecados, tal como él mismo dice: «He venido a buscar y salvar lo que estaba perdido»(Lc 19,10).
San Atanasio (295-373)