El papa ha invitado a la Iglesia a redescubrir “la alegría del encuentro con Cristo”, la alegría de ser cristianos. Haciéndome eco de esta exhortación, voy a hablar de cómo evangelizar a través de la alegría. Uno de los elementos más evidentes de este mundo espiritual es la alegría. La piedad cristiana no se equivocó cuando llamó a los hechos de la infancia de Jesús, los «misterios gozosos», misterios de la alegría.
La alegría escatológica
En Zacarías, el ángel promete que habrá “alegría y gozo” por el nacimiento de su hijo y que muchos “se alegrarán” por él (Lc. 1, 14). Hay una palabra griega que, a partir de este momento, volverá a aparecer en la boca de varios personajes, como una especie de tono continuo y es el término agallìasis, que significa “la alegría escatológica por la irrupción del tiempo mesiánico.”
No se trata solo de algunas referencias dispersas de alegría, sino de un ímpetu de alegría calma y profunda que atraviesa los “evangelios de la infancia” de principio a fin, y se expresa de muchas y diferentes maneras. Pero, sobre todo, se expresa en el estupor y en la gratitud conmovida de estos protagonistas: “¡Dios ha visitado a su pueblo! […] ¡Se ha acordado de su santa alianza!
Lo que todos los fieles habían pedido –que Dios recuerde sus promesas–, ¡ya sucedió! Los personajes de los “evangelios de la infancia” parecen moverse y hablar en la atmósfera del sueño cantado en el Salmo 126, el salmo de la vuelta del exilio: Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía que soñábamos: nuestra boca se llenó de risas y nuestros labios, de canciones. Hasta los mismos paganos decían: ¡El Señor hizo por ellos grandes cosas! ¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros y estamos rebosantes de alegría! Los que siembran entre lágrimas cosecharán entre gritos de alegría. Se van, se van llorando los que siembran la semilla, pero regresarán cantando trayendo sus gavillas.
De la liturgia a la vida
¿De dónde nace la alegría? La fuente última de la alegría es Dios, la Trinidad. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad; ¿cómo puede fluir la alegría entre estos dos planos así distantes? De hecho, si escudriñamos mejor la Biblia, descubrimos que la fuente inmediata de la alegría está en el tiempo: es el actuar de Dios en la historia. ¡Dios que actúa! En el punto donde “cae” una acción divina, se produce como una vibración y una ola de alegría que se extiende, después, por generaciones, incluso –en el caso de las acciones dadas por la revelación–, para siempre.
¿Cómo puede, esta alegría por la acción de Dios, alcanzar a la Iglesia de hoy y contagiarla? Lo hace, en primer lugar, a través de la memoria, en el sentido de que la Iglesia “recuerda” las maravillas de Dios en su favor. La Iglesia está invitada a hacer suyas las palabras de la Virgen, “Ha hecho en mi favor cosas grandes, el Todopoderoso”. Este regocijo comenzó “esparciendo la semilla para la siembra”, como lo dice el Salmo 126 mencionado anteriormente; había recibido las promesas: “¡Yo estoy con ustedes!” y los encargos: “¡Vayan por todo el mundo!”. Nosotros hemos visto el cumplimiento. La semilla creció, el árbol del Reino se ha hecho inmenso. La Iglesia de hoy es como el sembrador que “vuelve con alegría, trayendo sus gavillas”. ¡Cuántas gracias, cuántos santos, cuánta sabiduría de doctrina y riqueza de instituciones, cuánta salvación obrada en ella y por ella! ¿Cuál palabra de Cristo no ha encontrado su perfecto cumplimiento?
La alegría por la acción de Dios llega por lo tanto a nosotros, los creyentes de hoy, a través de la memoria, porque vemos las grandes cosas que Dios ha hecho por nosotros en el pasado. Si la Iglesia quiere encontrar, en medio de todas las angustias y las tribulaciones que la afligen, la vía del coraje y de la alegría, debe abrir bien los ojos sobre lo que Dios está haciendo hoy en ella.
El dedo de Dios, que es el Espíritu Santo, está escribiendo todavía en la Iglesia y en las almas y está escribiendo historias maravillosas de santidad, de tal manera que un día –cuando desaparezca todo lo negativo y el pecado–, harán, tal vez, ver a nuestro tiempo con asombro y santa envidia.
¿No es una “cosa nueva y secreta”, este poderoso aliento del Espíritu que reanima el pueblo de Dios y despierta en medio de este, carismas de todo tipo, ordinarios y extraordinarios? ¿Este amor por la palabra de Dios? ¿Esta participación activa de los laicos en la vida de la Iglesia y en la evangelización?
Una relación diferente entre la alegría y el dolor
Jesús ha obrado, en el plano de la alegría, una revolución de la que es difícil exagerar el alcance y que puede ser de gran ayuda en la evangelización. Es una idea que creo ya haber dicho en este mismo lugar, pero el tema lo requiere. Hay una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que, cuando al alzarse una ola en el mar, le sigue una disminución y un vacío que succiona al náufrago.
Del sufrimiento a la alegría
Cristo ha invertido la relación entre el placer y el dolor. El “por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo” (Hb 12,2). Ya no es un placer que termina en sufrimiento, sino un sufrimiento que lleva a la vida y a la alegría. No se trata solo de una diferente sucesión de las dos cosas; es la alegría, de este modo, la que tiene la última palabra, no el sufrimiento, y una alegría que durará para siempre. “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre él” (Rom 6,9). La cruz termina con el Viernes Santo, la dicha y la gloria del Domingo de Resurrección se extienden para siempre.
Esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja incluso en la forma de referirse al tiempo en la Biblia. En el cálculo humano, el día empieza con la mañana y termina de noche; para la Biblia comienza con la noche y termina con el día: “Y fue la tarde y fue la mañana del primer día”, dice el relato de la creación (Gen 1,5). Incluso en la liturgia, la solemnidad comienza con las vísperas de la vigilia. ¿Qué quiere decir esto? Que sin Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche (a veces una “noche oscura”), pero termina en el día, y un día sin ocaso.
Pero hay que evitar una fácil objeción: ¿la alegría es por lo tanto solo después de la muerte? ¿Esta vida no es, para los cristianos, más que un “valle de lágrimas”? Al contrario, ninguno experimenta en esta vida la verdadera alegría como los verdaderos creyentes. Los creyentes, exhorta el Apóstol, son gozosos en la esperanza (Rom 12, 12), que no significa solo que “esperan ser felices”, sino también que “son felices de esperar”, felices ya ahora, gracias a la esperanza.
La alegría cristiana es interior; no viene desde fuera, sino desde dentro. Nace del actuar misterioso y presente de Dios en el corazón humano en gracia. Puede que se abunde de alegría, incluso en los sufrimientos (2a Cor 7, 4). Es “fruto del Espíritu” (Gal 5, 22; Rom. 14, 17) y se expresa en la paz del corazón, plenitud de sentido, capacidad de amar y de ser amado, y por encima de todo, en la esperanza, sin la cual no puede haber alegría, aunque estamos lejos del lenguaje de Jesús que dice: “Vengan a mí todos los que estan fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso” (Mt. 11, 28).
Testimoniar la alegría
Esta es la alegría de la que tenemos que dar testimonio. El mundo busca la alegría. Todos queremos ser felices. Es lo que es común a todos, buenos y malos. Quien es bueno, es bueno para ser feliz; quién es malo no sería malo sino esperase del poder, para así, ser feliz. Si todos amamos la alegría es porque, de alguna manera misteriosa, la hemos conocido. Este anhelo de la alegría es el lado del corazón humano naturalmente abierto a recibir el “mensaje alegre”.
En Isaías leemos estas palabras, dirigidas al pueblo de Dios: “Dicen sus hermanos que los odian, que los rechazan a causa de mi Nombre: que Yahvé muestre su gloria y participemos de su alegría” (Is 66, 5). El mismo desafío enfrenta silenciosamente al pueblo de Dios, aún hoy.
San Pablo, dirigiéndole a los cristianos de Filipos nos invita a la alegría: “Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres”, explica también cómo se puede ser testigo, en la práctica, de esta alegría: “Que su afabilidad –dice–, sea conocida de todos los hombres” (Flp. 4, 4-5). La palabra “afabilidad” traduce aquí un término griego que indica misericordia, indulgencia, capacidad de saber ceder, de no ser obstinado.
Los cristianos damos testimonio, por lo tanto, de la alegría cuando ponemos en práctica estas disposiciones; cuando sabemos irradiar confianza, imitando de esta forma, a Dios, que hace llover su agua también sobre los injustos. En medio de las pruebas y los desastres que afligen a la Iglesia, los pastores pueden repetir, incluso hoy en día, esas palabras que Nehemías después del exilio, dirigió al pueblo de Israel abatido y en llanto: “No estén tristes ni lloren […], porque la alegría de Yahvé es su fortaleza” (Neh 8, 9-10).
QUE LA ALEGRIA DEL SEÑOR SEA REALMENTE NUESTRA FUERZA, LA FUERZA DE LA IGLESIA.
Raniero Cantalamessa
Predicador de la casa pontificia
Extracto del Editor