EL ESPIRITU DE LA PROMESA

EL ESPIRITU DE LA PROMESA

Recordemos el pasaje de la carta de san Pablo a los Romanos en el capítulo 8 sobre el que queremos meditar hoy:

También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior esperando la adopción como hijos, el rescate de nuestro cuerpo. Porque en esperanza hemos sido salvados; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos es aguardar con perseverancia (Rm 8, 23-25).

La misma tensión entre promesa y cumplimiento que se observa, en la Escritura, a propósito de la persona de Cristo, se percibe también respecto a la persona del Espíritu Santo. Igual que Jesús primero fue prometido en las Escrituras, después se manifestó según la carne y por último se le espera en su retorno final.

Así el Espíritu, en un tiempo “prometido por el Padre”, fue dado en Pentecostés y ahora de nuevo le espera e invoca “con gemidos inefables” el hombre y toda la creación, que habiendo gustado las primicias, aguardan la plenitud de su don.

En este espacio que se extiende de Pentecostés a la Parusía, el Espíritu es la fuerza que nos impulsa adelante, que nos mantiene en camino, que no nos permite acomodarnos y convertirnos en un pueblo “sedentario”, que nos hace cantar con un sentido nuevo los “salmos de las ascensiones”: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!”. Él es quien nos da empuje y, por así decirlo, pone alas a nuestra esperanza; más aún: es el principio mismo y el alma de nuestra esperanza.

Dos autores nos hablan del Espíritu como “promesa” en el Nuevo Testamento: Lucas y Pablo, pero, como veremos, con una importante diferencia. En el Evangelio de Lucas y en Hechos es el propio Jesús quien habla del Espíritu como “la promesa del Padre”.

“Yo -dice- enviaré sobre vosotros la promesa de mi Padre”; “Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardaran la promesa del Padre, ‘que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días’ “(Hechos 1, 4-5).

¿A qué se refiere Jesús cuando llama al Espíritu Santo promesa del Padre? ¿Dónde hizo el Padre esta promesa? Se puede decir que todo el Antiguo Testamento es una promesa del Espíritu. La obra del Mesías se presenta constantemente como culminante en una nueva efusión universal del Espíritu de Dios sobre la tierra.

La comparación con lo que Pedro dice el día de Pentecostés muestra que Lucas piensa, en particular, en la profecía de Joel: “Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (Hch 2,17).

Pero no sólo en ella. ¿Cómo dejar de pensar también en lo que se lee en otros profetas?: “Al fin será derramado sobre vosotros un Espíritu de lo alto” (Is 32, 15). “Derramaré mi espíritu sobre tu descendencia” (Is 44, 3). “Infundiré mi Espíritu en vosotros” (Ez 36, 27).

En cuanto al contenido de la promesa, Lucas subraya, como de costumbre, el aspecto carismático del don del Espíritu, en especial la profecía. La promesa del Padre es “el poder de lo alto” que hará a los discípulos capaces de llevar la salvación a los confines de la tierra.

Pero no ignora los aspectos más profundos, santificadores y salvíficos, de la acción del Espíritu, como la remisión de los pecados, el don de una ley nueva y de una nueva alianza, como se deduce de la aproximación que traza entre el Sinaí y Pentecostés.

La frase de Pedro: “la promesa es para vosotros” (Hch 2, 39) se refiere a la promesa de la salvación, no sólo de la profecía o de algunos carismas.

Autor: Raniero cantalamessa Pbro predicador de la casa pontificia

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