En el Antiguo Testamento los reyes eran ungidos, para que supieran gobernar y para que tuvieran la fuerza necesaria para poder cumplir con su misión. Se creía que, junto con el aceite que se derramaba, descendía el Espíritu divino (1 Samuel 9; Salmo 2,6). También los sacerdotes eran ungidos en su consagración (Éxodo 28,41; 29,7), y a veces los profetas (1 Reyes 19,15-16).
Jesús mismo, cuando inicia su misión pública, aplica a esa misión el anuncio de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para llevar la buena noticia a los pobres” (Lucas 4,18). Esta unción no significa sólo que somos elegidos, sino que somos capacitados para cumplir la misión que Dios nos da en esta vida. Por eso, también en el Bautismo y en la Confirmación nosotros somos ungidos.
Esta unción con aceite pasó a simbolizar también al Espíritu Santo que se derrama para darnos esa sabiduría. A los cristianos que han recibido el Espíritu Santo se les dice: “Ustedes conserven la unción que recibieron de él, y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe” (1 Juan 2,27). Imaginemos al Espíritu Santo, que se derrama sobre nosotros como un aceite perfumado, y démosle gracias por la fuerza y la sabiduría que él nos regala muchas veces, cuando más lo necesitamos.