La alegría es un tema típico del Evangelio de Lucas, desde la anunciación hasta la Pascua, pasando por una especie de caravana de gente gozosa, entre los que se destaca María, que “se estremecía de gozo en Dios su salvador” (Lucas 1,47). En Lucas 10,21-24 es Jesús el que se llena de alegría; no una alegría mundana, o una euforia psicológica, sino el gozo que procede del Espíritu Santo. Por eso nuestros corazones tristes necesitan invocar cada día al Espíritu Santo.
Él es un verdadero manantial de alegría, que puede convertir en gozo nuestras amarguras más profundas.Pero el motivo de la alegría de Jesús es muy particular. Jesús se alegraba contemplando cómo los más pequeños y sencillos recibían la buena Noticia y captaban los misterios más profundos del amor de Dios.
Y Jesús se goza porque es su Padre amado el que manifiesta a los sencillos esas cosas profundas que permanecen ocultas para los sabios de este mundo. El Padre nos regala la fuerza del Espíritu Santo, que nos llena de alegría también cuando nos sentimos pobres, pequeños y limitados. Es una alegría que el mundo no puede dar. Es la alegría celestial que derrama el Espíritu divino.