En algunos santos podemos reconocer de una forma especial la belleza y la alegría que puede derramar el Espíritu Santo cuando somos dóciles a su acción en nuestros corazones. Hoy recordamos a Santa Clara, la compañera de San Francisco de Asís. Cautivada por la entrega radical y feliz de San Francisco de Asís, Clara decide seguir sus pasos. En aquella época era muy difícil para una mujer tomar ese tipo de decisiones.
Para los que nos entregamos a Dios a medias, temiendo que él quiera tomarlo todo, sospechando que Dios quiere mutilarnos o quitarnos algo sin nuestro permiso, el testimonio de Clara nos muestra la alegría de quien se deja llevar por el Espíritu Santo para vivirlo todo con Jesús. Clara sabía que una vida que se construye sin el Espíritu Santo está destinada a la tristeza, al vacío y a la muerte, y que lo que se construye con él está seguro y tendrá buen fin. Sin máscaras, sin seguridades falsas, sino apoyándose sólo en el inquebrantable amor divino.
Esta mujer conjugaba en su comunidad contemplativa los ideales de pobreza, servicio al pobre y vida fraterna. El sueño comunitario del pobre de Asís se realizaba hermosamente en este grupo de mujeres pobres, en íntima comunión con Francisco y sus seguidores. En estos seres capaces de vivir una luminosa comunión fraterna, descubrimos hasta qué punto el desprendimiento de los seres queridos y de los afectos, cuando es sano y verdadero, no hace más que multiplicar los lazos del amor.
Por eso el creyente no le teme a la soledad, porque el Espíritu Santo le va otorgando una firmeza afectiva que le permite tener relaciones sanas, no posesivas ni absorbentes, y eso le va ganando amistades más bellas y satisfactorias, sin angustias enfermizas.
Pidamos al Espíritu Santo que nos enseñe ese modo de amar.