El Espíritu Santo es un buen consejero. Por eso podemos decirle con el Salmo: Bendigo al Señor que me aconseja; aun de noche me instruye en mi intimidad (Salmo 16,7). El Evangelio elogia al justo Simeón porque él se guiaba por el Espíritu Santo (Lucas 2,25).
Si estamos atentos, el Espíritu Santo nos hace escuchar su consejo en lo profundo del corazón, y nos orienta por el camino correcto: Recibe el consejo de tu corazón, pues ¿quién te será más fiel que él?… Y después de todo, suplica al Señor que dirija tus pasos en la verdad (Sirácides 37,13.15).
Cada vez que tenemos que tomar alguna decisión, y estamos confundidos, lo mejor es detenerse a pedirle al Espíritu Santo que nos aclare las ideas, que nos ayude a ver mejor, que nos muestre de alguna manera qué es lo que en realidad nos conviene.
Es cierto que debemos informarnos, consultar, reflexionar; pero lo primero debería ser invocarlo a él, creyendo de verdad que es el mejor consejero. Cuando lo invocamos de verdad, podemos estar atentos a las respuestas que surgen en lo íntimo del corazón, y allí encontraremos luz.