Es maravilloso detenerse a admirar cómo se hace presente la vida del Espíritu en las relaciones humanas. Porque todo gesto de amor humano es un pálido reflejo de ese Amor infinito que une al Padre y al Hijo. Toda experiencia de amor sincero es una chispa del Espíritu Santo que se mete en este mundo.
Por eso, para imaginarme cómo es el Espíritu Santo debo imaginarme un momento, una experiencia de amor humano generoso, sincero, feliz. Eso mismo, infinitamente más grande, más precioso, es el Espíritu Santo.
Por eso puedo detenerme a admirar los luminosos reflejos del Espíritu Santo en una pareja que se ama, en un abrazo de reencuentro, en un gesto de servicio humilde y generoso, en una sonrisa que busca hacer feliz a otro.