Al Espíritu Santo se lo suele representar con una llama de fuego. De hecho, el día de Pentecostés descendió sobre los Apóstoles de esa manera: Entonces vieron aparecer unas lenguas de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo (Hechos 2,3-4).
¿Por qué el fuego? Porque cuando el Espíritu Santo se hace presente de una manera especial, las personas no quedan igual. Se produce un cambio.
Nadie puede quedar indiferente si aparece una llama de fuego en su cabeza, si allí donde hacía frío y oscuridad repentinamente hay calor y luz. Todo cambia.
El Espíritu Santo nos permite ver las cosas de otra manera, y nos ilumina el camino para que no tengamos miedo.
Él derrama calor, para que no nos quedemos acurrucados, apretando las manos y refugiándonos en un lugar cerrado.
Por eso su presencia nos llena de confianza y de empuje. Entonces, es bueno invocar al Espíritu Santo para que inunde de color y de vida nuestra existencia: Ven fuego santo, luz celestial, porque a veces me dominan las tinieblas y tengo frío por dentro.
Ven, Espíritu, porque todo mi ser te necesita, porque solo no puedo, porque a veces se apaga mi esperanza. Ven, Espíritu de amor, ven,