La vanidad y el orgullo son causa de muchas tristezas y alejan la alegría del Espíritu Santo. Por eso, cuando vemos que el orgullo quiere apoderarse de nuestro interior, es bueno que nos detengamos a preguntarnos con sinceridad: ¿Es tan importante que me alaben o me critiquen? ¿Acaso soy el centro del universo?
Y si estoy sufriendo con el orgullo herido porque me han humillado, puedo preguntarme: ¿Acaso no pasará también esta humillación o este fracaso como han pasado tantas otras cosas? ¿No es verdad que todo pasa? Y puedo repetir: Todo pasa. Y esto también pasará. Se lo llevará el viento y pronto no tendrá importancia. Entonces puedo entregarme de lleno a una tarea con libertad interior, no por las caricias que eso pueda aportarle al orgullo.
Puedo hacer algo bueno, pero no por orgullo, sino porque reconozco la dignidad que Dios me da y no quiero desperdiciar los dones que el Dios de amor me ha regalado para mis hermanos. Lo hago porque deseo responder a ese amor, y por eso soy capaz de ilusionarme con algo nuevo para el bien de los demás.
Además, si buscamos la aprobación ajena, cuando no recibimos de los demás el reconocimiento que esperamos, comenzamos a sentirlos como competidores. Rumiamos nuestro rencor en la soledad, incapaces de vivir en fraternidad. O procuramos cada vez más llamar la atención para que no nos ignoren, y terminamos molestándolos y arrastrándonos ante ellos, reclamando que nos tengan en cuenta.
Es mejor pedirle todos los días al Espíritu Santo que nos libere del orgullo y de la vanidad, que no sirven para nada. No vale la pena darle importancia a los reconocimientos ajenos. Se los lleva el viento, y no nos dejan nada.