Dar la vida por Jesús no es una cosa de personas tristes, amargadas o resignadas. Es un gozo que no se puede imaginar, porque sólo lo entiende el que es tocado por el Espíritu Santo y llamado a la entrega total. Hoy recordamos a Ignacio de Antioquía, y en él descubrimos de qué manera nos fortalece el Espíritu Santo. Porque él no sólo nos da fuerza; también nos da gozo y pasión. San Ignacio fue asesinado por su fe en el año 107. Cuando era llevado por los soldados, a ellos les llamaba la atención ver su rostro sereno y alegre. Ignacio explicó lo que sentía, en una de sus cartas: Hay dentro de mí un manantial que clama y grita: ¡Ven al Padre!
La atracción de esa fuente definitiva de vida y de plenitud que es el Padre amado, compensaba infinitamente cualquier sacrificio, justificaba cualquier renuncia y merecía una entrega definitiva. El Espíritu Santo es el que coloca en nuestros corazones esa dulce atracción. Vale la pena recordar algunas frases de las preciosas cartas de Ignacio, donde se manifiesta su apasionado e inquebrantable amor: Déjenme que sea pasto para las fieras, por las que podré alcanzar al Señor. Soy trigo de Dios, y quiero ser molido por esos dientes, para convertirme en un limpio pan de Cristo. Es admirable este misterioso poder de la gracia, que despliega toda su belleza en quienes no oponen resistencia a su acción.
La deslumbrante libertad de San Ignacio de Antioquía, capaz de entregarse feliz y extasiado, nos invita a relativizar nuestros sufrimientos y a desterrar tanta tristeza inútil, tantos lamentos innecesarios, tantas quejas infecundas. Nosotros no podemos buscar el martirio, porque es un regalo; pero podemos pedirle al Espíritu Santo que nos ayude a vivir esa entrega total, viviendo con alegría y profunda fe en medio de los sufrimientos y preocupaciones que nos toque vivir cada día, para dar la vida gota a gota.