Ahora te invito a meditar parte por parte, durante varios días, algunos trozos de la hermosa secuencia de Pentecostés, que comienza diciendo: “Ven Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz”.
Cuando le pedimos que envíe su luz desde el cielo, esto no significa que él esté allá arriba, lejos de nosotros que estamos aquí abajo. Siempre imaginamos al Espíritu Santo llegando desde arriba, y levantamos nuestras manos a lo alto para invocarlo. Pero en realidad él ya está en nosotros, más cerca que nadie. Lo que hace falta es que nos transforme con esa presencia.
Sin embargo, nosotros miramos hacia el cielo, como si fuera a descender desde allí. Eso en realidad es un símbolo que nos recuerda que él nos supera, que está por encima de todo, que es Dios. Así como el cielo está por encima de nosotros y no podemos abarcarlo, eso vale con más razón para el Espíritu Santo, que es Dios. Nosotros no podemos pretender que ya lo conocemos, que lo podemos dominar, que lo podemos apresar y tenerlo bajo nuestro dominio. Aunque él habita en nosotros, al mismo tiempo nos supera, nos trasciende infinitamente. Si no podemos abarcar el cielo infinito, menos podremos abarcarlo a él. Por eso miramos hacia lo alto invocándolo, y por eso le pedimos que envíe desde el cielo un rayo de su luz.