Cuando uno ha sido tocado por el Espíritu Santo, puede vivir algunas experiencias gratis, sin estar pendiente de uno mismo. Es la capacidad de admirarse y de alegrarse por el otro, pero sin estar pensando que es algo mío, y sin estar buscando poseerlo para mí. En todo caso, me alegro de poder disfrutar algo con los demás, como algo nuestro, no como algo mío. Amo a Dios porque es un bien, no porque es mío, y aun cuando lo percibo como bueno para mí, en realidad el mismo impulso del amor me lleva a buscarlo como un bien para nosotros. Esta renuncia a ser el único, producida por el Espíritu Santo, es una forma de comprobar que realmente hemos salido de nosotros mismos. En esta renuncia a ser el único la recompensa no es más que el mismo amor que ama por amar, en una generosa ampliación del yo.
En este sentido debe entenderse la exhortación paulina a que cada uno no busque su propio interés sino el de los demás (1 Corintios 10,24), en el mismo contexto en que sostiene: si un alimento causa tropiezo a mi hermano nunca jamás comeré carne (8,13). Esta expresión -que nadie busque su propio interés- aparece también en Fil 2,4, donde el modelo que se presenta inmediatamente es el de Cristo que “se despojó a sí mismo” (2,7). Pidamos al Espíritu Santo que nos enseñe a hacer el bien gratis, no pensando tanto en nosotros mismos sino en las necesidades de los hermanos.