El Espíritu Santo puede enseñarnos a disfrutar de las cosas lindas de la vida, pero en la presencia de Dios. Él nos enseña a gozar, encontrando al Señor también en los placeres cotidianos.
Si uno aprende a disfrutar del roce del agua, entonces, puede empezar a imaginarse a Dios como agua viva, agua que sana, agua que alivia. Dios como fuente de vida, manantial infinito. Podemos intentarlo.
Alguna vez que estemos disfrutando de algo, invoquemos al Espíritu Santo para poder elevarnos en medio de ese placer. No se trata de renunciar al placer, sino de darle un sentido infinito.