El Espíritu Santo puede enseñarnos a disfrutar de las cosas lindas de la vida, pero en la presencia de Dios. Él nos enseña a gozar, encontrando al Señor también en los placeres cotidianos. Por ejemplo: Si uno aprende a disfrutar de la ducha, si es capaz de detenerse a disfrutar el roce del agua caliente, si deja que su cuerpo se alivie con el agua, y se detiene sin prisa a gozar de ese contacto. Entonces, puede empezar a imaginarse a Dios como agua viva, agua que sana, agua que alivia.
Dios como fuente de vida, manantial infinito. Si está escuchando música que le gusta, ¿por qué no puede detenerse un minuto a disfrutarla? Y mientras la escucha, puede poco a poco dejar que el ritmo y la armonía vayan tomando todo su ser. Y así empieza a imaginar a Dios como una música infinita, que lo envuelve y le hace bailar por el universo.
Si está ante un paisaje, puede detenerse un rato, sin apuros. Hay gente que pasa ante los paisajes como si estuviera mirando fotos, y no se queda aunque sea unos minutos disfrutándolo. O ignora las flores, o un árbol, o el cielo. En cambio deteniéndose en esas cosas, poco a poco, uno puede comenzar a contemplar a Dios como belleza infinita.
Podemos intentarlo. Alguna vez que estemos disfrutando de algo, invoquemos al Espíritu Santo para poder elevarnos en medio de ese placer. No se trata de renunciar al placer, sino de darle un sentido infinito.