«El Concilio Vaticano II enseña que María es “signo de esperanza cierta y de consuelo para el Pueblo peregrinante de Dios”. Es signo, es el signo que Dios nos ha dado. Si no lo seguimos, nos salimos del camino, porque hay unas señales en la vida espiritual que deben ser respetadas. Como el discípulo que bajo la cruz acogió a la Madre con él, “como algo propio”, dice el Evangelio, también nosotros desde esta casa materna invitamos a María a nuestra casa, a nuestro corazón, a nuestra vida. No podemos permanecer indiferentes o apartados de la Madre, porque perderíamos nuestra identidad de hijos y nuestra identidad de pueblo, y viviríamos un cristianismo hecho de ideas, de programas, sin confianza, sin ternura, sin corazón. Hagamos que la Madre sea el huésped de nuestra vida cotidiana, la presencia constante en nuestra casa, nuestro refugio seguro. Encomendémosle cada día. Invoquémosla en cada dificultad. Y no nos olvidemos de volver a ella para darle gracias».