El salmo 80 (79) es la súplica del creyente que clama: «Ven, Señor, a visitar tu viña». Tiene el tono de una lamentación y de una súplica de todo el pueblo de Israel. La primera parte utiliza un célebre símbolo bíblico, el pastoral. El Señor es invocado como «pastor de Israel», el que «guía a José como a un rebaño» (Salmo 79, 2). Desde lo alto del arca de la alianza, sentado sobre querubines, el Señor guía a su rebaño, es decir, su pueblo, y lo protege en los peligros. Así lo había hecho durante la travesía del desierto. Ahora, sin embargo, parece ausente, como adormecido o indiferente.
Al rebaño que debía guiar y alimentar (Salmo 22) sólo le ofrece un pan amasado con lágrimas (Salmo 79, 6). Los enemigos se ríen de este pueblo humillado y ofendido y, sin embargo, Dios no parece quedar sorprendido. No «se despierta» (versículo 3), ni revela su potencia en defensa de las víctimas de la violencia y de la opresión. La repetición de la invocación de la antífona (versículos 4 a 8) parece como si quisiera sacudir a Dios de su actitud alejada para que vuelva a ser pastor y defienda de su pueblo.
En la segunda parte, cargada de tensión y al mismo tiempo de confianza, encontramos otro símbolo sumamente querido por la Biblia, el de la viña. Es una imagen fácil de entender, pues pertenece al panorama de la tierra prometida y es signo de fecundidad y de alegría.
Como enseña el profeta Isaías en una de sus más elevadas páginas poéticas (Isaías 5, 1-7), la viña encarna a Israel. Ilustra dos dimensiones fundamentales: por un lado, dado que es plantada por Dios (Isaías 5, 2; Salmo 79, 9-10), la viña representa el don, la gracia, el amor de Dios; por otro lado, requiere el trabajo del campesino, gracias al cual se produce la uva, que después puede dar el vino. Representa así la respuesta humana, el compromiso personal y el fruto de obras justas.
A través de la imagen de la viña, el Salmo evoca las etapas principales de la historia judía: sus raíces, la experiencia del éxodo de Egipto, la entrada en la tierra prometida. La viña había alcanzado su nivel más amplio de extensión por toda la región de Palestina y más lejos todavía con el reino de Salomón. Se extendía, de hecho, desde los montes septentrionales del Líbano, con sus cedros, hasta el mar Mediterráneo y casi hasta llegar al gran río Éufrates (versículos 11-12).
Pero el esplendor de este florecimiento se desgarró. El Salmo nos recuerda que sobre la viña de Dios pasó la tempestad, es decir, Israel sufrió una dura prueba, una terrible invasión que devastó la tierra prometida. Dios mismo demolió, como si fuera un invasor, la cerca de la viña, dejando así que en ella irrumpieran los saqueadores, representados por el jabalí, un animal considerado como violento e impuro, según las antiguas costumbres. A la potencia del jabalí se asocian todas las alimañas salvajes, símbolo de una horda enemiga que todo lo destruye (versículos 13-14).
Entonces dirige a Dios un llamamiento apremiante para que vuelva a ponerse en defensa de las víctimas, rompiendo su silencio: «Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña» (v. 15). Dios será entonces el protector de la cepa vital de esta viña sometida a una prueba tan dura, expulsando a todos los que habían tratado de talarla y quemarla (versículos 16-17).
Al llegar a este momento, el Salmo deja espacio a una esperanza de colores mesiánicos. El versículo 18, de hecho, reza así: «Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste». El pensamiento se dirige ante todo al rey davídico que con el apoyo del Señor guiará la recuperación de la libertad.
De todos modos, aparece implícita la confianza en el futuro Mesías, ese «hijo del hombre» que será cantado por el profeta Daniel (7, 13-14) y que Jesús asumirá como título predilecto para definir su obra y su persona mesiánica. Es más, los Padres de la Iglesia indicarán con unanimidad en la viña evocada por el Salmo una representación profética de Cristo «auténtica vid» (Juan 15, 1) y de la Iglesia.
Para que el rostro del Señor vuelva a brillar es necesario ciertamente que Israel se convierta en la fidelidad y en la oración al Dios salvador. Lo expresa el Salmista afirmando: No nos alejaremos de ti» (Salmo 79, 19).
El Salmo 80 (79) es, por tanto, un canto intensamente marcado por el sufrimiento, pero también por una inquebrantable confianza. Dios siempre está dispuesto a «regresar» a su pueblo, pero es necesario que también el pueblo «regrese» a Él con la fidelidad.
Autor: Juan Pablo II