El salmo 51(50), llamado Miserere, es no sólo un buen texto de oración y una indicación para la ascesis del arrepentimiento (Conjunto de reglas y prácticas encaminadas a la liberación del espíritu y al logro de la virtud), sino también un testimonio acerca del grado de desarrollo alcanzado por el Antiguo Testamento en la concepción del “Espíritu Divino”, que conlleva un acercamiento progresivo a lo que será la revelación del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento.
El Espíritu de Dios y la purificación interior
Basado en las anteriores referencias a los profetas resultará fácil descubrir el parentesco profundo del Miserere (Sal 51(50)) con esos textos, especialmente con los de Isaías y Ezequiel. El sentido de la presencia delante de Dios en la propia condición de pecado, que se encuentra en el pasaje penitencial de Isaías (59,12; Ez 6,9), y el sentido de la responsabilidad personal inculcado por Ezequiel (18,1-32 “Nadie carga con culpas ajenas”), se hallan ya presentes en este salmo que, en un contexto de experiencia de pecado y de necesidad profundamente sentida de conversión pide a Dios la purificación del corazón juntamente con un espíritu renovado. La acción del Espíritu Divino adquiere así aspectos de mayor concreción y de más preciso empeño con vistas a la condición existencial de la persona.
El lenguaje del salmista es muy expresivo: pide una creación, es decir, el ejercicio de la omnipotencia divina para dar origen a un ser nuevo. Sólo Dios puede crear (bará), esto es, poner en la existencia algo nuevo (Gen 1,1; Ex 34,10; Is 48,7; 65,17; Jer 31,21.22). Sólo Dios puede dar un corazón puro, un corazón que tenga la plena transparencia de un querer totalmente de acuerdo con el querer divino.
El salmista ya tiene conciencia de la presencia íntima del Espíritu de Dios como fuente permanente de santidad, y por eso suplica: “No retires de mi”. Al poner esa petición juntamente con la otra: “No me rechaces lejos de tu rostro”, el salmista quiere dar a entender su convicción de que la posesión del Espíritu Santo de Dios está vinculada a la presencia divina en lo íntimo de su ser.
El salmo constituye, por tanto, una gran página en la historia de la espiritualidad del Antiguo Testamento, en camino, aunque sea entre sombras, hacia la nueva Jerusalén que será la sede del Espíritu Santo.
La sabiduría y el amor del Espíritu Divino
La experiencia de los profetas del Antiguo Testamento pone de manifiesto de manera especial el vínculo existente entre la palabra y el espíritu. El profeta habla en nombre de Dios y gracias al Espíritu. La misma Escritura es palabra que viene del Espíritu.
La Escritura es santa (‘Sagrada’) por razón del Espíritu que, mediante la palabra oral o escrita, ejerce su eficacia. Incluso en algunos que no son profetas, la intervención del Espíritu suscita la palabra. Así se relata en el segundo libro de las Crónicas, texto que será recordado por Jesús (Mt 23,25; Lc 11,51. Dicho episodio tiene lugar en un periodo de decadencia del culto en el templo y de caída en las tentaciones de la idolatría en Israel. Al no haber escuchado los israelitas a los profetas enviados por Dios para que volviesen a él, entonces el Espíritu de Dios revistió a Zacarías, hijo del sacerdote Yehoyadá, el cual, presentándose delante del pueblo, les dijo: Así dice Dios: ¿Por qué traspasáis los mandamientos de Yahvéh? No tendréis éxito; pues por haber abandonado a Yahvéh, él os abandonará a vosotros. Mas ellos conspiraron contra él, y por mandato del rey la apedrearon en el atrio de la Casa de Yahvéh’ (2 Cr 24,20.21). Son manifestaciones significativas de la conexión entre Espíritu y Palabra, presente en la mentalidad y en el lenguaje de Israel.
En el libro de la Sabiduría, texto redactado casi en los umbrales del Nuevo Testamento, es decir, según algunos autores recientes, en la segunda mitad del siglo primero antes de Cristo, en ambiente helenístico, el vínculo entre la sabiduría y el espíritu se encuentra tan subrayado que casi se da una identificación. Desde el principio se lee que “la Sabiduría es un espíritu que ama al hombre” (Sab 1,6): se manifiesta y se comunica en virtud de un amor fundamental hacia la humanidad. Pero ese espíritu amigo no es ciego y no tolera el mal, aunque sea secreto, en los hombres. (Sab 1,4-6).
Nos encontramos en el vértice de la filosofía religiosa no sólo de Israel, sino de todos los pueblos antiguos. La tradición bíblica, ya expresada en el Génesis, ofrece aquí una respuesta a las grandes cuestiones no resueltas ni siquiera por la cultura griega. Aquí la misericordia de Dios se funde con la verdad de su creación de todas las cosas: la universalidad de la creación comporta la universalidad de la misericordia. Y todo en virtud del amor eterno con que Dios ama a todas sus criaturas: amor en el que nosotros ahora reconocemos la persona del Espíritu Santo.
El libro de la Sabiduría ya nos hace entrever este Espíritu-Amor que, como la Sabiduría, toma los rasgos de una persona, con las siguientes características: espíritu que conoce todo y que da a conocer a los hombres los planes divinos; espíritu que no puede aceptar el mal; espíritu que, a través de la sabiduría, quiere conducir a todos a la salvación; espíritu de amor que quiere la vida; espíritu que llena el universo con su benéfica presencia. El Espíritu del Señor, siendo un espíritu que ama al hombre, quiere también llenarlos de su vida y de su santidad.
San Pablo dirá luego que, si la muerte fue introducida por el pecado del hombre, Cristo vino como nuevo Adán para redimir al hombre del pecado y librarlo de la muerte (Rom 5, 12-21). El Apóstol añadirá que Cristo ha traído una nueva vida en el Espíritu Santo (Rom 8,1 ss.), dando el nombre y, más aún, revelando la misión de la Persona divina envuelta en el misterio en las páginas del libro de la Sabiduría.
El Espíritu es para todos
Isaías pone de relieve la relación entre el Espíritu de Dios y el Mesías: Reposará sobre él el Espíritu de Yahvéh’ (Is 11, 2). Será también espíritu de fortaleza; pero ante todo espíritu de sabiduría: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de ciencia y temor de Yahvéh, el que impulsará al Mesías actuar con justicia en favor de los miserables, de los pobres y de los oprimidos (Is 11, 2.4). Por tanto, el Santo Espíritu del Señor (Is 42, 1; 61,1 ss.; 63, 10-13; Sal 50/51, 13; Sab 1, 5; 9, 17), su soplo (ruah), que recorre toda la historia bíblica, será dado en plenitud al Mesías.
La conexión entre el Espíritu de Dios y las aguas, que observamos al principio de la narración de la creación, vuelve a aparecer de otra forma en diversos pasajes de la Biblia y se hace más estrecha porque el Espíritu mismo es presentado como un agua fecundante, manantial de nueva vida. En el libro de la consolación, el segundo Isaías expresa esta promesa de Dios:
Derramaré agua sobre el sediento suelo, raudales sobre la tierra seca. Derramaré mi Espíritu sobre tu linaje, mi bendición sobre cuánto de ti nazca. Crecerán como en medio de hierbas, como álamos junto a corrientes de aguas (Is 44, 3.4).
El agua que Dios promete verter es su Espíritu, que derramará sobre los hijos de su pueblo. De forma semejante el profeta Ezequiel anuncia que Dios “derramará” su Espíritu sobre la casa de Israel (Ez 39, 29) y el profeta Joel usa la misma expresión que compara el espíritu a un agua derramada: Derramaré mi Espíritu en toda carne (Jl 3, 1). Por otra parte, la acción de “insuflar”, atribuida a Dios en la narración de la creación, es aplicada al Espíritu en la visión profética de la resurrección (Ez 37, 9).
Por tanto, la Sagrada Escritura nos quiere dar a entender que Dios ha intervenido por medio de su soplo o espíritu para hacer del hombre un ser animado. En el hombre hay un “aliento de vida”, que procede del “soplar” de Dios mismo. En el hombre hay un soplo o espíritu que se asemeja al soplo o espíritu de Dios. Cuando el libro del Génesis, en el capítulo segundo, habla de la creación de los animales (v. 19), no alude a una relación tan estrecha con el soplo de Dios. Sabemos que el hombre fue creado “a imagen y semejanza de Dios” (1, 26.27).
La primera creación, desgraciadamente, fue devastada por el pecado. Sin embargo, Dios no la abandonó a la destrucción, sino que preparó su salvación, constituyendo una “nueva creación” (Is 65, 17; Gal 6, 15; Ap 21, 5).
La acción del Espíritu de Dios para esta nueva creación es sugerida por la famosa profecía de Ezequiel sobre la resurrección:
…Y el Espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron en pie. Era una inmensa muchedumbre (Ez 37, 1.5-10).
s, Juan Pablo II