La importancia que se da en el lenguaje bíblico al ruah como “soplo de Dios” parece demostrar que la analogía entre la acción divina que es invisible, espiritual, penetrante, omnipotente, y el viento, tiene su raíz en la psicología y en la tradición de donde se alimentaban y que al mismo tiempo enriquecían los autores sagrados. Aun dentro de la variedad de significados derivados, el término servía siempre para expresar una “fuerza vital” que actúa desde fuera o desde dentro del hombre y del mundo. Incluso cuando no designaba directamente a la persona divina, el término referido a Dios “espíritu (o soplo) de Dios” imprimía y hacía crecer en el alma de Israel la idea de un Dios espiritual que interviene en la historia y en la vida del hombre, y preparaba el terreno para la futura revelación del Espíritu Santo.
El Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel.
Es el Espíritu de Dios quien, según los autores sagrados, actúa sobre los jefes haciendo que ellos no sólo obren en nombre de Dios, sino también que con su acción sirvan de verdad al cumplimiento de los planes divinos, y por lo tanto miren no tanto a la construcción y el engrandecimiento de su propio poder personal, sino más bien a la prestación de un servicio útil al pueblo. Se puede decir que, a través de esta mediación de los jefes, el Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel.
Entre ellos tenemos a José, en quien reside el Espíritu de Dios como espíritu de sabiduría, descubierto por el faraón, que pregunta a sus ministros: ¿Acaso se encontrará otro como éste que tenga el Espíritu de Dios? (Gen 41,38). El Espíritu de Dios hace a José capaz de administrar el país y de realizar su extraordinaria función no sólo en favor de su familia y las ramificaciones genealógicas de ésta, sino con vistas a toda la futura historia de Israel.
También sobre Moisés, mediador entre Yahvéh y el pueblo, actúa el Espíritu de Dios, que lo sostiene y lo guía en el éxodo que llevará a Israel a tener una patria y a convertirse en un pueblo independiente, capaz de realizar su tarea mesiánica. En un momento de tensión en el ámbito de las familias acampadas en el desierto, cuando Moisés se lamenta ante Dios porque se siente incapaz de llevar el peso de todo este pueblo (Num 11,14), Dios le manda escoger setenta hombres, con los que podrá establecer una primera organización del poder directivo para aquellas tribus en camino, y le anuncia: Tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo, y no la tengas que llevar tú solo (Nm 11,17). Y efectivamente, reunidos setenta ancianos en torno a la tienda del encuentro, Yahvéh… tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos (Num 11,25).
Cuando, al fin de su vida, Moisés debe preocuparse de dejar un jefe en la comunidad, para que no quede como rebaño sin pastor, el Señor le señala a Josué, hombre en quien está el espíritu (Num 27, 17-18), y Moisés le impone su mano a fin de que también él esté lleno del espíritu de sabiduría (Dt 34,9). Son casos típicos de la presencia y de la acción del Espíritu en los pastores del pueblo.
A veces el don del espíritu es conferido también a quien, a pesar de no ser jefe, está llamado por Dios a prestar un servicio de alguna importancia en especiales momentos y circunstancias. Por ejemplo, cuando se trata de construir la Tienda del Encuentro y el Arca de la Alianza, Dios dice a Moisés: Mira que he designado a Besalel… y le he llenado del Espíritu de Dios concediéndole habilidad, pericia y experiencia en toda clase de trabajos (Ex 31,2-3; 35, 31). Es más, incluso respecto a los compañeros de trabajo de este artesano, Dios añade: En el corazón de todos los hombres hábiles he infundido habilidad para que hagan todo lo que te he mandado: la Tienda del Encuentro, el Arca del Testimonio (Ex 31,6-7).
En el libro de los Jueces se exaltan hombres que al principio son héroes liberadores, pero que luego se convierten también en gobernadores de ciudades y distritos, en el período de reorganización entre el régimen tribal y el monárquico. Según el uso del verbo shafat, (juzgar), en las lenguas semíticas emparentadas con el hebreo, son considerados no sólo como administradores de la justicia sino también como jefes de sus poblaciones. Son suscitados por Dios, que les comunica su Espíritu (soplo: ruah) como respuesta a súplicas dirigidas a El en situaciones críticas. Muchas veces en el libro de los Jueces se atribuye su aparición y su acción victoriosa a un don del Espíritu. Así en el caso de Otniel, el primero de los grandes jueces cuya historia se resume, se dice que los israelitas clamaron a Yahvéh y Yahvéh suscitó a los israelitas un libertador que los salvó: Otniel… El Espíritu de Yahvéh vino sobre él y fue juez de Israel (Jue 3,9-10).
En el caso de Gedeón el acento se pone en la potencia de la acción divina: El Espíritu de Yahvéh revistió a Gedeón (Jue 6,34). También de Jefté se dice que el Espíritu de Yahvéh vino sobre Jefté (Jue 11,29). Y de Sansón: El espíritu de Yahvéh comenzó a excitarle (Jue 13,25). El Espíritu de Dios en estos casos es quien otorga fuerza extraordinaria, valor para tomar decisiones, a veces habilidad estratégica, por las que el hombre se vuelve capaz de realizar la misión que se le ha encomendado para la liberación y la guía del pueblo.
Cuando se realiza el cambio histórico de los Jueces a los Reyes, según petición de los israelitas que querían tener un rey para que los juzgue, como todas las naciones (1 Sm 8,5), el anciano juez y liberador Samuel hace que Israel no pierda el sentimiento de la pertenencia a Dios como pueblo elegido y que quede asegurado el elemento esencial de la teocracia, a saber: el reconocimiento de los derechos de Dios sobre el pueblo.
La unción de los reyes como rito de institución es el signo de la investidura divina que pone un poder político al servicio de una finalidad religiosa y mesiánica. Esto sucede con Saúl primer rey de Israel…le invadió el Espíritu de Dios, y se puso en trance en medio de ellos (1 Sm 10,9-10). También cuando llegó la hora de las primeras iniciativas de batalla, invadió a Saúl el Espíritu de Dios (1 Sm 11,6). Se cumplía así en él la promesa de la protección y de la alianza divina. (l Sm 10,7).
Cuando el Espíritu de Dios abandona a Saúl, que es perturbado por un espíritu malo (1 Sm 16,14), ya está en el escenario David, consagrado por el anciano Samuel con la unción por la que a partir de entonces, vino sobre David el Espíritu de Yahvéh (1 Sm 16,13).
Con David toma consistencia el ideal del rey ungido por el Señor, figura del futuro Rey-Mesías, que será el verdadero liberador y salvador de su pueblo.
Aunque los sucesores de David no alcanzarán su estatura en la realización de la realeza mesiánica y no cumplirían la Alianza de Yahvéh con Israel, el ideal del Rey Mesías no desaparecerá y se proyectará hacia el futuro cada vez más en términos de espera, caldeada por los anuncios proféticos.
La acción profética del Espíritu de Dios
De la historia bíblica del pueblo de Israel hay que recoger el aspecto profético de la acción ejercida por el Espíritu de Dios sobre los jefes del pueblo, sobre los reyes y sobre el Mesías. Ese aspecto requiere una reflexión ulterior porque el profetismo es el filón a lo largo del cual discurre la historia de Israel, dominada por la figura destacada de Moisés, el profeta más excelso, a quien Yahvéh trataba cara a cara (Dt 34,10). A lo largo de los siglos los israelitas adquieren cada vez más familiaridad con el binomio “la Ley y los Profetas”, como síntesis expresiva del patrimonio espiritual confiado por Dios a su pueblo. Y mediante su Espíritu es como Dios habla y actúa en los padres y de generación en generación, prepara los tiempos nuevos.
Sin duda que el fenómeno profético, tal como se observa históricamente, está ligado a la palabra. El profeta es un hombre que habla en nombre de Dios, y transmite a quienes escuchándolo, leen todo lo que Dios quiere dar a conocer sobre el presente y sobre el futuro. El espíritu de Dios anima la palabra y la vuelve vital.
Con cierta frecuencia la Biblia describe episodios significativos, en los que se observa que el Espíritu de Dios recae sobre alguien, el cual pronuncia un oráculo profético. Otro aspecto del espíritu profético al servicio de la palabra es que ese espíritu se puede comunicar y casi subdividir, según las necesidades del pueblo, como en el caso de Moisés, preocupado por el número de los israelitas que debía guiar y gobernar, y que eran ya seiscientos mil de a pie (Num 11,21). El Señor le mandó que escogiera y reuniera setenta ancianos de Israel, de los que sabes que son ancianos y escribas del pueblo (Num 11,16). Una vez hecho eso, el Señor tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos. Y en cuanto reposó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar… (Num 11,25).
Eliseo, cuando estaba para suceder a Elías, quería recibir incluso dos tercios del espíritu del gran profeta, una especie de doble parte de la herencia que tocaba al hijo mayor (Dt 21,17) para ser así reconocido como su principal heredero espiritual entre la muchedumbre de los profetas y de los hijos de los profetas agrupados en comunidades (2 Re 2-3). Pero el espíritu no se transmite de profeta a profeta como una herencia terrena: es Dios quien lo concede. (2 Re 2, 15; 6.17).
El profeta debe ser también “Hombre del Espíritu”. El concepto lo desarrolla sobre todo Ezequiel. Hablar en nombre de Dios requiere la presencia del Espíritu de Dios. El Espíritu entra en el interior de la persona del profeta y hace de él un testigo de la palabra divina. Ezequiel (11.5) por lo demás precisa que está hablando del “Espíritu de Yahvéh”.
Uno de los últimos profetas, Joel, había anunciado una efusión universal del Espíritu de Dios que debía realizarse “antes de la venida del Día de Yahvéh, grande y terrible” (Jl 3,4). El Señor había proclamado por medio de él: “Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizaran. Vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones” (Jl 3.1). Así se debía cumplir finalmente el deseo expresado, muchos siglos antes, por Moisés: Quién me diera que todo el pueblo de Yahvéh profetizara porque Yahvéh les daba su Espíritu! (Num 11,29).
Entonces la salvación se ofrecería a todos: Todo el que invoque el nombre de Yahvéh será salvo (Jl 3,5). (Hech 2,33).
Desde aquel día en adelante la acción profética del Espíritu Santo se ha manifestado continuamente en la Iglesia para darle luz y aliento.
s. Juan Pablo II