Ciertamente, Pentecostés era un acontecimiento proyectado hacia el futuro, porque daba inicio al tiempo del Espíritu Santo, que Jesús mismo había señalado como protagonista. Sin embargo, para un más completo conocimiento de la revelación del Espíritu Santo, es preciso remontarse al pasado, es decir, al Antiguo Testamento, para descubrir allí las señales de la larga preparación al misterio de la Pascua y a Pentecostés.
En las lecturas dedicadas al Espíritu Santo en el Nuevo Testamento nos encontramos muchas veces con textos del Antiguo Testamento. Son los mismos Apóstoles quienes en la primera predicación después de Pentecostés presentan expresamente la venida del Espíritu Santo como cumplimiento de las promesas y de los anuncios de la Antigua Alianza y la historia de Israel como tiempo de preparación para recibir la plenitud de la verdad y la revelación plena de la Trinidad.
Por lo tanto, debemos reflexionar acerca de los datos bíblicos referidos al Espíritu Santo y acerca del proceso de revelación, que se dibuja progresivamente desde la penumbra del Antiguo Testamento hasta las claras afirmaciones del Nuevo, y se expresa primero dentro de la Creación y luego en la obra de la Redención, primero en la historia y en la profecía de Israel, y luego en la vida y en la misión de Jesús Mesías, desde el momento de la Encarnación hasta el de la Resurrección.
Nombres del Espíritu Santo
El nombre con que el Espíritu Santo es insinuado en el Antiguo Testamento, y los diversos significados expresados con este nombre. Sabemos que en la mentalidad judía el nombre tiene un gran valor para representar a la persona
El nombre con el que es insinuado, en el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo nos ayudará a comprender sus propiedades, aunque su realidad de Persona divina, de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo, se nos da a conocer sólo en la revelación del Nuevo Testamento. Podemos pensar que el término fue elegido con esmero por los autores sagrados; es más, que el mismo Espíritu Santo, quien los inspiró, guió el proceso conceptual y literario que ya en el Antiguo Testamento hizo elaborar una expresión adecuada para significar su Persona.
En la Biblia, el término hebreo que designa al Espíritu Santo es “ruah”. El primer sentido de este término, así como de su traducción latina “spiritus”, es “soplo, aliento, respiración”.
En español se puede aún observar el parentesco entre “espíritu” y “respiración”. El aliento es la realidad más inmaterial que percibimos; no se ve, es sutilísimo; no es posible aferrarlo con las manos; parece que no es nada, pero tiene una importancia vital: quien no respira no puede vivir. Entre un hombre vivo y un hombre muerto sólo existe esta diferencia: que el primero respira y el otro ya no.
La vida viene de Dios: el aliento, por tanto, viene de Dios, que lo puede también retirar (Sal 104, 29-30). De estas observaciones sobre el aliento se llegó a comprender que la vida depende de un principio espiritual, que fue llamado con la misma palabra hebrea ruah. El aliento del hombre está en relación con un soplo externo mucho más potente, el soplo del viento.
El hebreo ruah, como el latino spiritus, designa también el soplo del viento. Nadie ve el viento, pero sus efectos son impresionantes. El viento empuja las nubes, agita los árboles. Cuando es violento, entumece las olas y puede echar a pique las naves (Sal 107, 25-27). A los antiguos el viento les parecía un poder misterioso que Dios tenía a su disposición (Sal 104, 3.4). Se le podía llamar el “soplo de Dios”.
En el libro del Éxodo, una narración en prosa dice: “El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este, que secó el mar, y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto” (Ex 14, 21-22). En el capítulo siguiente, los mismos acontecimientos son descritos en forma poética y entonces el soplo del viento del Este es llamado “el soplo de la ira de Dios”. Dirigiéndose a Dios, el poeta dice: “Al soplo de tu ira se apiñaron las aguas… Mandaste tu soplo, los cubrió el mar” (Ex 15, 8,10). Así se expresa de modo muy sugestivo la convicción de que el viento fue, en estas circunstancias, el instrumento de Dios.
De las observaciones que acabamos de hacer sobre el viento invisible y potente, se llegó a concebir la existencia del “espíritu de Dios”. En los textos del Antiguo Testamento, se pasa fácilmente de un significado al otro, e incluso en el Nuevo Testamento vemos que los dos significados se hallan presentes. Para hacer que Nicodemo entendiera el modo de actuar del Espíritu Santo, Jesús hace uso de la comparación del viento y se sirve del mismo término para designar tanto el uno como el otro: “El viento sopla donde quiere…, así es todo el que nace del Espíritu”, es el Espíritu Santo (Jn 3, 8).
La idea fundamental que expresa el nombre bíblico del Espíritu no es, por tanto, la de un poder intelectual, sino la de un impulso dinámico, comparable al impulso del viento. En la Biblia, la primera función del Espíritu no es la de hacer entender, sino la de poner en movimiento; no la de iluminar, sino la de comunicar un dinamismo. Sin embargo, este aspecto no es exclusivo. También se expresan otros aspectos que preparan la revelación sucesiva.
Ante todo, el aspecto de interioridad. El aliento, en efecto, entra al interior del hombre. En lenguaje bíblico, esta constatación se puede expresar diciendo que Dios infunde el espíritu en los corazones (Ez 36, 26; Rom 5, 5).
Al ser tan sutil, el aire penetra no sólo en nuestro organismo, sino también en todos los espacios e intersticios; esto ayuda a entender que “el Espíritu del Señor llena la tierra” (Sab 1, 7) y que “penetra”, en especial, “todos los espíritus” (7, 23), como dice el libro de la Sabiduría.
De modo análogo, y con mayor razón, el Espíritu del Señor, que está presente en el interior de todos los seres del universo, conoce todo desde dentro (Sab 1, 7). Más aún, “el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 10.11).
Cuando se trata de conocimiento y de comunicación entre las personas, el soplo tiene una conexión natural con la palabra. En efecto, para hablar hacemos uso de nuestro soplo. Las cuerdas vocales hacen vibrar nuestro soplo, el cual transmite así los sonidos de las palabras. Inspirándose en este hecho, la Biblia establecía un paralelismo entre la palabra y el soplo (Is 11, 4), o entre la palabra y el espíritu. Gracias al soplo, la palabra se propaga; del soplo la palabra toma fuerza y dinamismo. El Salmo 32/33, 6 aplica este paralelismo al acontecimiento primordial de la Creación y dice: “Por la palabra de Yahvéh fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada”.
La multiplicidad de los significados del término hebreo ruah, usado en la Biblia para designar al Espíritu, parece engendrar una cierta confusión: se puede dudar entre viento y respiración, entre aliento y espíritu, entre espíritu creado y Espíritu divino.
Nos ha de resultar útil, cuando pensamos en el Espíritu Santo, tener presente que su nombre bíblico significa soplo y tiene relación con el soplo potente del viento y con el soplo íntimo de nuestra respiración.
Para traducir la palabra hebrea ruah, la versión griega de los Setenta usa veinticuatro términos diversos y por consiguiente no permite captar todas las conexiones que se hallan entre los textos de la Biblia hebrea.
Como conclusión de este análisis terminológico de los textos del Antiguo Testamento sobre el ruah, podemos decir que de ellos el soplo de Dios aparece como la fuerza que hace vivir a las criaturas. Aparece como una realidad íntima de Dios, que obra en la intimidad del hombre. Aparece como una manifestación del dinamismo de Dios que se comunica a las criaturas. Sin ser aún concebido como Persona distinta, en el ámbito del ser divino, el “soplo” o “Espíritu”, de Dios se distingue, en cierto modo, de Dios que lo manda para obrar en las criaturas.
Nota de la R: Dicho de otro modo, en el Antiguo Testamento no está totalmente revelada la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Homilias de s. Juan Pablo II