LA VICTORIA DE DIOS EN JESUS 1ª PARTE

LA VICTORIA DE DIOS EN JESUS 1ª PARTE

Jesús había mostrado, con su vida y con su palabra, el amor sin límites del Padre Dios. Cumplir la voluntad de su Padre había sido el ideal de su vida. El Reinado de Dios fue el centro de su predicación. Pero contrariamente a lo que se podía esperar de él (Lc 24,21), murió ajusticiado, preguntando: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34).

¿Abandonó verdaderamente Dios a Jesús? ¿Fue la muerte más fuerte que su fe y su amor? ¿Sería la muerte y no la vida la última palabra de Dios sobre el destino de Jesús de Nazaret? ¿Qué queda de esa pretensión suya de conocer al Padre y de ser reconocido y amado como Hijo?

1. DIOS RESUCITÓ A JESÚS DE ENTRE LOS MUERTOS

A pesar del fracaso humano, desde su radical, brutal soledad, Jesús clamó la más impresionante fórmula de fe desnuda: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Moría, pues, esperando en Dios, esperanzado más allá de cualquier posible esperanza y desesperanza. Fue entonces cuando el Padre dijo la última palabra, la definitiva: un “sí” rotundo y absoluto a la vida y a la predicación de Jesús.

Jesús siempre había confiado en Dios; tenía la conciencia de que, pasara lo que pasara, estaba en manos de su Padre. Suceda lo que suceda, el “tercer día”, está en manos de Dios. Jesús contaba con que, antes de su muerte, en ella o después, su vida sería renovada: “al tercer día”, o sea, al final de todo, el Dios de la salvación tendría la última palabra. Y así fue.

La muerte había puesto fin a la comunión de vida entre los discípulos y el Jesús histórico. Los discípulos se desanimaron en extremo y en cierto modo abandonaron al Maestro. Pero unos días después, ellos mismos anunciaron con todo descaro, sin miedo, que Jesús había resucitado de entre los muertos: “Ustedes, por manos de paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte” (Hech 2,23-24). “Mataron al autor de la vida, pero Dios lo resucitó” (Hech 3,15).

Los mismos apóstoles, antes temerosos, se ofrecen a sí mismos como testigos de este hecho inaudito: “Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día, e hizo que se dejara ver, no de todo el pueblo, sino de los testigos que él había designado, de nosotros, que hemos comido y bebido con él después que resucitó de la muerte” (Hech 10,40-41). Hasta hacen curaciones en nombre del Resucitado y lo justifican con toda claridad: “Quede bien claro… que ha sido por obra de Jesús Mesías, el Nazareno, a quien ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó de la muerte” (Hech 4,10).

La realidad de que Jesús está vivo llena a plenitud la vida de los primeros cristianos. Son numerosas las manifestaciones de esta fe. Las encontramos con frecuencia a lo largo de todo el Nuevo Testamento. Algunos de estos actos de fe son anteriores a la misma redacción del Nuevo Testamento. Veamos algunos de ellos.

Las palabras que dicen los discípulos a los que vuelven de Emaús, seguramente son sacadas por Lucas de una fórmula tradicional conocida por todos: “¡Es verdad!: ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34).

Aproximadamente unos diez años después de la ejecución de Jesús, corría ya por las comunidades cristianas un “credo” oficial en el que confesaban la resurrección. Lo encontramos así en San Pablo: “Lo que les transmití fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras…” (1 Cor 15,3-5). El ritmo de la fórmula denota que se trataba de un canto o un rezo habitual, ya antiguo, pues Pablo escribe hacia el año 55 haciendo alusión a su visita anterior que fue el 51. La fórmula podría ser del 40, o quizás del 35. Pablo no trata de demostrar que Jesús ha resucitado; sólo les recuerda esta buena nueva en la que han creído y les razona a partir de esta fe.

La formulación más antigua del mensaje pascual podría resumirse así: “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”. Tal vez esta es la voz de la fe pascual en estado naciente. Se piensa que así expresaban los cristianos su fe desde los orígenes y de forma unánime. Veamos algunos textos más:

“Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre…” (Rom 6,4). “Tenemos fe en el que resucitó de la muerte a Jesús Señor nuestro…” (Rom 4,25). “Si tus labios profesan que Jesús es Señor y crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás” (Rom 10,9). En otro texto para decir en qué consiste la conversión cristiana, Pablo utiliza una antigua confesión de fe, que recoge la misma fórmula que la anterior: “Servir al Dios vivo y verdadero, y aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo Jesús, al que resucitó de la muerte…” (1 Tes 1,10).

Además de las fórmulas de fe, existen en los textos neotestamentarios diversos himnos en los que se aclama en Jesús al Señor glorificado por Dios. Veamos el más importante de ellos: “Por eso Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título; de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,9-11).

2. EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN

¿En qué se fundamenta esta fe tan firme de los primeros cristianos? Nadie vio directamente el hecho de la resurrección de Jesús, pues se trata de un hecho que está más allá de la historia, tras la muerte, en la eternidad. Es un hecho sólo captable en la fe. Jesús no volvió a la vida espacio-temporal que tenía antes, como Lázaro o el joven de Naín.

Lo que sucedió no fue la reanimación de un cadáver, sino la radical transformación de la realidad terrestre de Jesús. Al resucitar, no recibe ya la misma vida de la que disfrutó durante su existencia terrena. Resucitar no equivale a recobrar la vida perdida, sino a disfrutar la vida en plenitud, la vida plena, que se sustenta con la fuerza de Dios. En ese momento Jesús recibió, sin ninguna limitación, la vida que le correspondía en cuanto Dios. Al morir, Jesús “pasa al Padre”, se sumerge en la vida del Padre, libre ya de toda limitación que hasta ese momento lo circunscribía a un solo lugar y a un solo tiempo.

La resurrección de Jesús pertenece, pues, a los dominios exclusivos de la fe, no constatable en sí misma por la experiencia humana. No existe ojo humano capaz de percibir directamente la vida plena que fluye de Dios, que es la vida nueva del Resucitado. La resurrección de Jesús tiene una conexión con la historia. Se trata de algo realmente acontecido, cuyo protagonista fue Jesús muerto. Sin embargo, el suceso rebasa por todas partes el puro plano histórico.

La fuerza divina infundida a Jesús muerto jamás podrá ser controlada por las ciencias experimentales. Supera los horizontes de la historia, está más allá de la historia, aunque ciertamente tiene una influencia decisiva en el proceso de la historia humana. Pero para captar su contenido no basta apoyarse en datos históricos; es preciso recurrir a la fe, fe que se nos da precisamente gracias al Resucitado.

La fe, pues, nos hace afirmar que Jesús vive hasta hoy y para siempre. Para ser fieles al Nuevo Testamento esta afirmación ha de extenderse también a la resurrección corporal de Jesús. El ser de Jesús ha sido devuelto personalmente y por entero a la vida sin fin. El Resucitado es el mismo Jesús de Nazaret, pero un Jesús plenamente realizado en la gloria. El alma inmortal de Jesús volvió a tomar su cuerpo, con la particularidad de que, aunque parezca tener una supervivencia que presenta analogías con la vida terrestre, este cuerpo está dotado de propiedades que le hacen escapar a la condición material y mortal.

Ciertamente Jesús fue glorificado en su cuerpo histórico; por ello Cristo glorioso asumió su cadáver, como parte que era de su cuerpo histórico. El modo preciso como lo recuperó escapa a nuestro entendimiento. Tras la resurrección este cuerpo de carne y hueso se transformó por completo en puro instrumento para su persona, sin limitación de espacio, de tiempo, ni de materia. El cuerpo puesto en el sepulcro no volvió al universo físico-químico al que pertenecía; fue asumido plenamente por Cristo vivo que transforma el universo integrándolo en él. Querer precisar más es aventurarse en el terreno de la hipótesis, olvidando que la resurrección es objeto de fe y no de ciencia. El interés de la fe en Cristo resucitado va por otro camino.

¿De dónde nació la fe en Jesús resucitado? Ningún evangelista apoya esta fe en el hecho del sepulcro vacío. El sepulcro vacío no era más que una invitación a la fe. Pero nunca fue presentado como una prueba. Lo que realmente dio origen a la fe fueron las apariciones. Cuántas fueron las apariciones del Resucitado, su lugar exacto y quiénes fueron los privilegiados es difícil de determinar históricamente.

En cuanto al modo de estas apariciones, los Evangelios nos transmiten los siguientes datos: Son descritas como una presencia real y carnal de Jesús. El come, camina con los suyos, se deja tocar, oír y dialoga con ellos. Su presencia es tan real, que puede ser confundida con la de un viajero, con un jardinero o con un pescador. Pero al mismo tiempo su presencia tiene algo de nuevo, pues no se le reconoce a primera vista, atraviesa paredes, aparece y desaparece de pronto. El resumen de este mensaje podría ser: es él mismo, está vivo, pero de otro modo.

La fe, pues, en la resurrección, es el fruto del impacto recibido por los apóstoles ante las apariciones del Señor vivo. Esos hombres, torpes y acobardados, no podrían haber inventado aquello. Los discípulos de Jesús son sinceros cuando nos aseguran haber tenido la certeza realmente de haber visto a Jesús después de su muerte pleno de nueva vida. Sin la realidad de las apariciones y la fe que nació de ellas, jamás hubieran podido predicar la resurrección del Crucificado.

Sin “ese algo” que aconteció en Jesús, jamás hubiera existido la Iglesia, ni culto, ni alabanzas a este profeta ajusticiado; no hubiera existido esa multitud de hombres y mujeres que en aquel tiempo derramó su sangre por la fe en el Resucitado. No es la fe de los discípulos la que resucitó a Jesús, sino que es el Resucitado quien provoca la total e inesperada sorpresa, y quien les lleva a creer en él tan plenamente que no dudarán en morir afirmándolo. Era algo superior a ellos:

Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído (Hech 4,20).

Autor: Autor: José L. Caravias sj
Del libro EL DIOS DE JESÚS

JOIN OUR NEWSLETTER
Acepto recibir correos.
¿Quiere estar siempre al día? Ingrese su nombre y correo
We hate spam. Your email address will not be sold or shared with anyone else.

Su comentario