Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de ser “justo” con sus propias acciones, sino que realmente sólo puede llegar a ser “justo” ante Dios porque Dios le confiere su “justicia” uniéndolo a Cristo, su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. En este sentido, san Pablo nos dice: no son nuestras obras, sino la fe la que nos hace “justos”. Sin embargo, esta fe no es un pensamiento, una opinión o una idea.
Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos concede y por eso se convierte en vida, en conformidad con él. O, con otras palabras, la fe, si es verdadera, si es real, se convierte en amor, se convierte en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.
Por tanto, encontramos dos niveles:
El de la irrelevancia de nuestras acciones, de nuestras obras para alcanzar la salvación, y
El de la “justificación” mediante la fe que produce el fruto del Espíritu.
Confundir estos dos niveles ha causado, en el transcurso de los siglos, no pocos malentendidos en la cristiandad.
En este contexto es importante que san Pablo, en la misma carta a los Gálatas, por una parte, ponga el acento de forma radical en la gratuidad de la justificación no por nuestras obras, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras:
“En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad” (Gal 5,6). En consecuencia, por una parte, están las “obras de la carne” que son “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría…” (Gal 5,19-21): todas obras contrarias a la fe; y, por otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22-23): estos son los frutos del Espíritu que brotan de la fe.
Al inicio de esta lista de virtudes se cita al ágape, el amor; y, en la conclusión, el dominio de sí. En realidad, el Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, derrama su primer don, el ágape, en nuestros corazones (Rm 5,5); y el ágape, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Sobre el amor del Padre y del Hijo, que nos alcanza y transforma profundamente nuestra existencia, traté también en mi primera encíclica: Deus caritas est.
Los creyentes saben que en el amor mutuo se encarna el amor de Dios y de Cristo, por medio del Espíritu. Volvamos a la carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que los creyentes, soportándose mutuamente, cumplen el mandamiento del amor (Gal 6, 2).
Justificados por el don de la fe en Cristo, estamos llamados a vivir amando a Cristo en el prójimo, porque según este criterio seremos juzgados al final de nuestra existencia. En realidad, san Pablo no hace sino repetir lo que había dicho Jesús mismo y que nos recuerda el Evangelio en la parábola del Juicio final.
En la primera carta a los Corintios, san Pablo hace un célebre elogio del amor. Es el llamado “himno a la caridad”: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. (…) La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés…” (1 Cor 13, 1.4-5).
El amor cristiano es muy exigente porque brota del amor total de Cristo por nosotros: el amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir ya para nosotros mismos, encerrados en nuestro egoísmo, sino para “Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros” (2 Cor 5, 15).
El amor de Cristo nos hace ser en él la criatura nueva (2 Cor 5, 17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de san Pablo, no está en contradicción con la fe que actúa en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu.
A menudo se ha visto una contraposición infundada entre la teología de san Pablo y la de Santiago, que, en su carta escribe: “Del mismo modo que el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Stgo 2, 26). En realidad, mientras que san Pablo se preocupa ante todo en demostrar que la fe en Cristo es necesaria y suficiente, Santiago pone el acento en las relaciones de consecuencia entre la fe y las obras (Stgo 2, 2-4). Así pues, tanto para san Pablo como para Santiago, la fe que actúa en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo.
La salvación, recibida en Cristo, debe ser conservada y testimoniada con respeto y temor. De hecho, es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece. Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones (…), presentando la palabra de vida, dirá también san Pablo a los cristianos de Filipos (Flp 2,12-14.16).
Con frecuencia tendemos a caer en los mismos malentendidos que caracterizaban a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, “todo les era lícito”. Y pensaban, y a menudo parece que lo piensan también los cristianos de hoy, que es lícito crear divisiones en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin interesarse por los hermanos más necesitados, aspirar a los carismas mejores sin darse cuenta de que somos miembros unos de otros, etc.
Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se reduce al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos. Al contrario, siguiendo a san Pablo, debemos tomar nueva conciencia de que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos ya a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templos del Espíritu Santo. Por eso estamos llamados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (1Cor 6,19). Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificáramos con nuestro cuerpo.
En realidad, este es precisamente nuestro culto “razonable” y al mismo tiempo “espiritual”, por el que san Pablo nos exhorta a “ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rom 12,1).
¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera sólo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad?
El Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al Juicio final, con ocasión del cual todos “seremos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo en su vida mortal, el bien o el mal” (2 Cor 5,10; Rom 2,16). Este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.
Si la ética que san Pablo propone a los creyentes no degenera en formas de moralismo y se muestra actual para nosotros, es porque cada vez vuelve a partir de la relación personal y comunitaria con Cristo, para hacerse realidad en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo.
Esta amistad influye en la vida: si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo. Por eso, cualquier decaimiento ético no se limita a la esfera individual, sino que al mismo tiempo es una devaluación de la fe personal y comunitaria: de ella deriva y sobre ella influye de forma determinante.
Así pues, dejémonos alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor “loco” de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (Rom 8, 39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.
Benedicto XVI 26 de noviembre de 2008
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