La revelación de Dios no concluye con el envío y entrega de su propio Hijo como prenda de su incondicional amor de solidaridad con la humanidad que sufría las consecuencias del pecado. Ni siquiera se acaba con el triunfo de Dios, que, cuando los hombres pecadores hacen morir a su Hijo, muestra que su amor es más poderoso que la malicia humana y lo resucita. La revelación de Dios prosigue con la efusión de su Espíritu en el mundo, que continúa y actualiza permanentemente la obra de Jesús; que es capaz de transformarnos, de pecadores y enemigos de Dios, en hijos semejantes al Hijo; capaz de hacernos vivir «con los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5), que son los sentimientos de plena y rendida filiación para con Dios-Padre y de comprometida fraternidad para con los hombres.
La vida de los cristianos relatada en los Hechos de los Apóstoles
El relato que encontramos al comienzo de los Hechos de los Apóstoles sobre la efusión del Espíritu a la primera comunidad tiene como el valor de presentación inaugural y paradigmática de lo que había de ser en adelante la vida de los cristianos. Una vida de hombres transformados por la fuerza del Espíritu de Dios, los cuales, aunque vienen de distintas procedencias y hablan lenguas distintas, se entienden y entran en una nueva forma de comunión con Dios y entre sí capaz de superar las divisiones y diferencias introducidas por el pecado.
El episodio de Pentecostés, que nos narra el autor de los Hechos, no hay que tomarlo como un hecho singular, aislado y único. El autor ha querido presentar, a partir de un acontecimiento particularmente impresionante, lo que constituía la experiencia fundamental de los seguidores de Jesús después de la muerte y la resurrección del maestro. Esta experiencia era que no sólo el maestro seguía viviendo, sino también que la fuerza de Dios que en El se había manifestado seguía operante en el mundo.
La manifestación de la fuerza de Dios
La manifestación de la fuerza de Dios no se había terminado con la desaparición de Jesús del escenario terrestre; se manifestaba como «Espíritu», es decir, no a través de una concreta persona humana que convivía con ellos y a la que podían ver y tocar, sino por una acción divina completamente interior que les transformaba desde dentro. Era como una nueva forma de presencia de Dios, en continuidad con la presencia divina que habían descubierto en Jesús. Subrayemos cómo el Evangelista Juan sitúa la efusión del Espíritu el mismo día de Pascua: Recibid el Espíritu Santo…(Jn 20, 21-23).
El texto de Jn 20, 21-23 tiene una clara intención teológica. La efusión del Espíritu es parte del acontecimiento pascual: es como el complemento necesario y natural de la resurrección de Jesús. Jesús continúa su obra salvadora enviando a los apóstoles con el mismo encargo que a él le había confiado el Padre. Como Dios había actuado en la historia humana a través de Jesús de Nazaret, ahora Dios sigue actuando en la historia por la fuerza del Espíritu otorgado a los seguidores de Jesús. La manifestación más inmediata de esta acción del Espíritu es el perdón de los pecados: es así como el Espíritu hace efectiva la salvación anunciada por Jesús.
El autor de los Hechos de los Apóstoles, atento siempre a presentar su teología en forma narrativa, que contrasta con la manera sintética de Juan, ofrece una perspectiva teológica en el fondo idéntica. En el escenario de la despedida del Señor, antes de su ascensión definitiva, les dice … Pero con la venida del Espíritu Santo sobre vosotros recibiréis fuerza y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y de un extremo al otro de la tierra» (Hech 1, 6-8).
El Reino viene por la fuerza del Espíritu que los discípulos han de esperar como «promesa del Padre» (Hech 1,4) y por el testimonio de Jesús que han de dar confortados con aquella fuerza. Jesús se va, pero queda con nosotros su Espíritu, que hace realidad el Reino que los discípulos habían esperado, aunque, eso sí, de una manera completamente distinta de cómo lo habían imaginado. El Espíritu continúa y lleva a término la obra comenzada por Jesús: hacernos hijos del Padre y hermanos unos de otros. De esta manera el Espíritu «da testimonio» de Jesús
El Espíritu es la fuerza de Dios mismo renovando y transformando el mundo. La presencia activa del Espíritu de Dios será como una lluvia que fecunda el desierto de la malicia humana (Is 32,4; 44,3). Será el día en que Yahvé «derramará su Espíritu sobre toda carne» (Jl 3,1; Zac 12,10) y dará a los hombres «un corazón nuevo y un Espíritu nuevo… que hará que caminen según sus preceptos» (Ez 36,26-27). Será como una «nueva creación» que recreará la vida donde no había más que un montón de huesos secos (Ez 37; Ps 51,17). Por la acción del Espíritu, el pueblo vuelve a reconocer a Yahvé, y Yahvé vuelve a encontrarse con su pueblo: «Ya no les esconderé más mi rostro, porque habré derramado mi Espíritu sobre la casa de Israel» (Ez 39,29).
Esta larga tradición profética, que veía la era mesiánica como la era de la presencia activa del Espíritu de Dios entre los hombres, nos permite comprender en todo su alcance la peculiar presentación que los evangelistas sinópticos hacen de Jesús y de los inicios de la predicación.
El Espiritu muestra el alcance universal de la salvación
El Espíritu no sólo continúa la obra de Jesús en el ámbito cerrado del judaísmo, del que los discípulos no se atrevían a salir, sino que muestra el alcance universal de la salvación que Jesús ofrecía. Con esto quedaba patente que el cristianismo no venía a ser sólo una confirmación de la religiosidad legal y de los privilegios nacionales del antiguo Israel, sino la apertura hacia allí adonde las promesas apuntaban: el amor gratuito salvador de Dios para con todos los hombres, sin distinción de pueblos, de razas o de méritos legales o morales. El Espíritu es enviado a testimoniar que «Dios no hace acepción de personas y que Jesucristo es señor de todos» (Hech 10, 34 y 36).
La revelación de Dios en la Palabra y en el Espíritu
Hay como dos aspectos de la revelación divina que se relacionan mutuamente: Dios se revela en la Palabra y en el Espíritu. Por la Palabra, que el hombre oye y entiende, Dios da a conocer sus designios, sus sentimientos, su voluntad de salvación y de fidelidad a las promesas: es una palabra audible, sensible e incluso, hasta cierto punto, directamente comprensible. Pero, como Palabra de Dios, es una Palabra que dice más de lo que podría comprender el que la escucha; y, sobre todo, es una Palabra que no es sólo ilustrativa o nocional: es una Palabra efectiva, que hace lo que dice, que no solamente ilustra desde fuera, sino que penetra al que la escucha y le transforma interiormente.
La Palabra de Dios, a pesar de ser palabra humana que se hace audible e inteligible para los hombres, es una Palabra que está totalmente cargada de la fuerza del mismo Espíritu de Dios, y por eso es capaz de arrastrar y levantar a los hombres y de transformarlos más allá de lo que por sí mismos serían capaces de concebir, de comprender y de hacer.
Palabra y Espíritu expresan como los dos aspectos esenciales de la autorrevelación de Dios a los hombres: la Palabra implica la salida de Dios de sí mismo, que para llegar a los hombres accede a «abajarse», a hacerse sensible, audible y visible; la Palabra encarnada. Jesús de Nazaret, será el momento máximo de este proceso de abajamiento. Pero para que en este momento de abajamiento la Palabra siga siendo Palabra de Dios y comunique efectivamente la misma realidad divina, esta Palabra ha de ser iluminada y vigorizada con la fuerza del Espíritu de Dios, que hace que el hombre llegue a comprender y acoger al invisible más allá de lo que de sí misma daría la palabra sensible y audible. Ya en la predicación profética. pero mucho más en la autorrevelación de Dios en Jesucristo, la Palabra de Dios, «abajada» hasta revestir forma humana, necesita ir acompañada de la fuerza del Espíritu que levante a los hombres hasta comprender y acoger la sublimidad divina que en ella se esconde. Es lo que San Pablo dice lapidariamente cuando afirma: «Nadie puede decir “Jesús es Señor” si no es por el Espíritu de Dios» (/1Co/12/03).
El bautismo de Jesús
En los relatos del bautismo, Jesús aparece como el hombre escogido por Dios y sobre quien «reposa el Espíritu. Cuando Jesús haga obras maravillosas contra los espíritus del mal, y sus adversarios las atribuyan a connivencia con el mismo Satanás, Mateo hará decir al maestro que, al contrario, «es por el Espíritu de Dios que yo expulso a los demonios», y que eso es señal de que «ha llegado el Reino de Dios» (Mt 1 2,28) . Con todo este entretejido de referencias al Espíritu, el tercer evangelista quiere hacer patente a sus lectores que en Jesús se cumple lo que ha de caracterizar a la era mesiánica: la presencia activa del Espíritu de Dios en el mundo para la salvación de los hombres. De manera muy coherente, el mismo Lucas, cuando pasa a escribir los Hechos de los Apóstoles, subraya que la obra definitiva de Jesús será la efusión permanente del Espíritu sobre los suyos: ésta es «la promesa del Padre que habéis oído de mí: Juan bautizaba con agua, pero vosotros seréis inmersos en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hech 1,4-5). Por eso Lucas tiene tanto cuidado en presentar los momentos más solemnes y esplendorosos de la efusión de este don, de los que ya hemos hecho mención: la venida del Espíritu sobre los primeros discípulos, el día de Pentecostés, y la venida semejante sobre los paganos en casa de Cornelio. En sendos discursos en boca de Pedro se explica bien el sentido de estos acontecimientos:
Dios cumple las promesas
Por medio de su Espiritu dado a los hombres, Dios quiere finalmente cumplir las antiguas promesas y hacer un nuevo pueblo, no bajo las antiguas estructuras políticas y legales, sino a partir DE LA CONVERSION INTERIOR, que hará que los seguidores de Jesús vivan como hermanos, hijos de un mismo PADRE.
Por ello, a juicio de Lucas, el Espíritu congrega a la Iglesia como una nueva comunidad de las promesas, como nueva y definitiva alianza de Dios con los hombres, como permanente fuerza de realización del Reino que Jesús había anunciado.
Pablo considerará la acción transformadora del mismo Espíritu en el interior de cada uno de los fieles: entrar en el nuevo pueblo de Dios implica una «conversión», una transformación interior y total del hombre, que sólo puede ser obra de la fuerza de Dios.
Los que eran, a consecuencia del pecado, enemigos de Dios y enemigos entre sí han de ser transformados para que ya no sean objeto de la ira de Dios y para que sean capaces de amarse unos a otros; y esto sólo lo puede conseguir la fuerza de Dios, la «gracia» o don de Dios, la acción gratuita del mismo Dios actuando por su Espíritu en el corazón de los hombres. Por eso Pablo dice:
«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
«Los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son efectivamente hijos de Dios» (Rom 8,13-14).
Autor: JOSEP VIVES, S.J.
Texto extractado de MERCABA.ORG por el Editor
SI OYERAIS SU VOZ…
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Col. Presencia Teológica, 48 SANTANDER 1988
Sal Terra.Págs. 169-183