Las catequesis sobre Jesucristo encuentran su núcleo en este tema central que nace de la Revelación:
Jesucristo, el hombre nacido de la Virgen María, es el Hijo de Dios.
Todos los Evangelios y los otros libros del Nuevo Testamento documentan esta fundamental verdad cristiana. El testimonio evangélico constituye la base del Magisterio solemne de la Iglesia en los Concilios, el cual se refleja en los símbolos de la fe (ante todo en el niceno-constantinopolitano) y también, naturalmente, en la constante enseñanza ordinaria de la Iglesia, en su liturgia, en la oración y en la vida espiritual guiada y promovida por ella.
La verdad sobre Jesucristo, Hijo de Dios, constituye, en la autorrevelación de Dios, el punto clave mediante el cual se desvela el indecible misterio de un Dios único en la Santísima Trinidad. De hecho, según la Carta a los Hebreos, cuando Dios, “últimamente en estos días, nos habló por su Hijo” (Heb 1, 2), ha desvelado la realidad de su vida íntima, de esta vida en la que El permanece en absoluta unidad en la divinidad y, al mismo tiempo, es Trinidad, es decir, divina comunión de tres Personas.
De esta comunión da testimonio directo el Hijo que “ha salido del Padre y ha venido al mundo (Jn 16, 28). El Antiguo Testamento, cuando Dios “habló… por ministerio de los profetas” (Heb 1, 1), no conocía este misterio íntimo de Dios. Ciertamente algunos elementos de la revelación veterotestamentaria constituían la preparación de la evangélica y sin embargo, sólo el Hijo podía introducirnos en este misterio.
Ya que “a Dios nadie lo vio jamás”: nadie ha conocido el misterio íntimo de su vida. Solamente el Hijo: “el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Junto a la verdad sobre la filiación divina del Hijo del hombre, Hijo de María, se desvela el misterio del Padre y del Espíritu Santo.
El primero cronológicamente es ya en el momento de la Anunciación, en Nazaret. Es el Hijo del Altísimo, el Hijo de Dios. Por ello, Dios es revelado como Padre y el Hijo de Dios es presentado como aquel que debe nacer por obra del Espíritu Santo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35). De este modo, en la narración de la Anunciación, se contiene el misterio trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Tal misterio está presente también en la teofanía ocurrida durante el bautismo de Jesús en el Jordán, en el momento que el Padre, a través de una voz de lo alto, da testimonio del Hijo “predilecto”, y ésta vez acompañada por el Espíritu “que bajó sobre Jesús en forma de paloma” (Mt 3, 16). Esta teofanía es casi una confirmación “viva” de las palabras del profeta Isaías, a las que Jesús hizo referencia en Nazaret, al inicio de su actividad mesiánica: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió… me envió…” (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1).
Luego, durante el ministerio de Jesús, encontramos las palabras con las cuales El mismo introduce a sus oyentes en el misterio de la divina Trinidad, entre las cuales está la “gozosa declaración” que hallamos en los Evangelios de Mateo (Mt 11, 25-27) y de Lucas (10, 21-22). Decimos “gozosa” ya que, como leemos en el texto de Lucas, “en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10, 21) y dijo:
“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Si, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo” (Mt 11, 25-27).
Gracias a esta “inundación de “gozo en el Espíritu Santo”, somos introducidos en las “profundidades de Dios”, en las “profundidades” que sólo el Espíritu escudriña: en la íntima unidad de la vida de Dios, en la inescrutable comunión de las Tres Personas.
Estas palabras, tomadas de Mateo y de Lucas, armonizan perfectamente con muchas afirmaciones de Jesús que encontramos en el Evangelio de Juan. Sobre todas ellas, domina la aseveración de Jesús que desvela su unidad con el Padre: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). Esta afirmación se toma de nuevo y se desarrolla en la oración sacerdotal (Jn 17) y en todo el discurso con el que Jesús en el cenáculo prepara a los Apóstoles para su partida en el curso de los acontecimientos pascuales.
Y propiamente aquí, en la óptica de esta “partida”, Jesús pronuncia las palabras que de una manera definitiva revelan el misterio del Espíritu Santo y la relación en la que El se encuentra con respecto al Padre y el Hijo.
El Cristo que dice: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”, anuncia al mismo tiempo a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo y afirma: Este es “el Espíritu de verdad, que procede del Padre” (Jn 15, 26). Jesús añade que “rogará al Padre para que este Espíritu de verdad sea dado a los Apóstoles, para que “permanezca con ellos para siempre” como “Consolador” (Jn 14, 16). Y asegura a los Apóstoles: “el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre” (Jn 14, 26).
Todo ello, concluye Jesús, tendrá lugar después de su partida, durante los acontecimientos pascuales, mediante la cruz y la resurrección: “Si me fuere, os lo enviaré” (Jn 16, 7).
“En aquel día vosotros sabréis que yo estoy en el Padre…”, afirma aún Jesús, o sea, por obra del Espíritu Santo se clarificará plenamente el misterio de la unidad del Padre y del Hijo: “Yo en el Padre y el Padre en mí”. Tal misterio, de hecho, lo puede aclarar sólo “el Espíritu que escudriña las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10), donde en la comunión de las Personas se constituye la unidad de la vida divina en Dios.
Así se ilumina también el misterio de la Encarnación del Hijo, en relación con los creyentes y con la Iglesia, también por obra del Espíritu Santo. Dice de hecho Jesús: “En aquel día (cuando los Apóstoles reciban el Espíritu de verdad) conoceréis (no solamente) que yo estoy en el Padre, (sino también que) vosotros (estáis) en mí y yo en vosotros” (Jn 14, 20). La Encarnación es, pues, el fundamento de nuestra filiación divina por medio de Cristo, es la base del misterio de la Iglesia como cuerpo de Cristo.
Pero aquí es importante hacer notar que la Encarnación, aunque hace referencia directamente al Hijo, es “obra” de Dios Uno y Trino (Concilio Lat. IV). Lo testimonia ya el contenido mismo de la anunciación (Lc 1, 26-38). Y después, durante todas sus enseñanzas, Jesús ha ido “abriendo perspectivas cerradas a la razón humana” (Gaudium et Spes, 24), las de la vida íntima de Dios Uno en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Finalmente, cumplida su misión mesiánica, Jesús, al dejar definitivamente a los Apóstoles, cuarenta días después del día de la resurrección, realizó hasta el final lo que había anunciado: “Como me envió mi Padre, así os envío yo” (Jn 20, 21). De hecho, les dice: “Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).
Con estas palabras conclusivas del Evangelio, y antes de iniciarse el camino de la Iglesia en el mundo, Jesucristo entregó a ella la verdad suprema de su revelación: la indivisible Unidad de la Trinidad.
Y desde entonces, la Iglesia, admirada y adorante, puede confesar con el evangelista Juan, en la conclusión del prólogo del IV Evangelio, siempre con la íntima conmoción: “A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, ése lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18).
Autor: San JUAN PABLO II
Teto tomada de audiencia general 19 agosto 1987