La gran liberación experimentada por Israel fue punto de referencia para nuevas y continuas liberaciones. Ante las nuevas calamidades que lo afligían, el pueblo volvía sus ojos al Dios del Éxodo, al Dios liberador que volvería a realizar un nuevo Éxodo en favor de su pueblo. Así, por ejemplo, ante la opresión de Asiria (Is 11,15-16) y ante la esclavitud del destierro de Babilonia (Is 43,14-21; Jer 23,7-8).
También Jesús realizó su propio éxodo y celebró su propia pascua, pasando de este mundo al Padre, a través de la muerte. (Jn 13,1) Pero no lo realizó individualmente. El es el Jefe o Caudillo (Hech 3,15; Heb 2,10) que hace pasar de la muerte a la vida a los que a Él se acogen; como Israel ante el Mar Rojo, también nuestra situación es desesperada por la esclavitud que produce el pecado.
Pero Cristo, nuestro Cordero pascual (1Cor 5,7), con su sangre nos libra del exterminio y, a través de las aguas del Bautismo, nos hace pasar de la muerte a la vida. Cuando alcancemos la salvación plena y la victoria sea definitiva en la Tierra prometida del cielo -ahora avanzamos aún por el desierto- entonces entonaremos exultantes el cántico de Moisés y el cántico del Cordero (Ap 15,2-4).
También la alianza fue un hecho central y permanente en la vida religiosa de Israel, renovándola en los momentos más cruciales de su historia: en Moab, antes de atravesar el Jordán para entrar en la tierra prometida (Dt 28-32). En Siquem, una vez conquistada la Tierra (Jos 24). Con ocasión de la reforma religiosa llevada a cabo por el rey Josías el año 622 (2Re 23). Al volver del destierro de Babilonia y reedificar Jerusalén (Neh 8-10). Y durante toda la etapa de la monarquía los profetas centrarán su predicación en el espíritu y en las exigencias de la alianza.
Sin embargo, la tragedia de Israel fue su reiterada infidelidad a la alianza. Generación tras generación se repetían los mismos pecados. La alianza fracasa irremediablemente porque el «socio» humano es continuamente infiel a ella. Y la raíz del fracaso está en el corazón humano, pecador pues el pecado se ha adherido al hombre hasta hacerse casi consustancial.
“¿Puede un etíope cambiar su piel o un leopardo sus manchas? Y vosotros, habituados al mal, ¿podéis hacer el bien?” (Jer 13,23). De ahí que Dios anuncia una alianza radicalmente nueva, consistente en la renovación interior del hombre, en el don de un corazón nuevo y en la efusión del Espíritu dentro del hombre (Jer 31,31-33; Ez 36, 25-28).
Cristo ha realizado efectivamente esta Nueva Alianza en su propia sangre (Lc 22, 20). Mediante la ofrenda de su propia vida (Heb 10,5-10) ha establecido una alianza mejor (Heb 8,6; 9,15) que conlleva la remisión de los pecados y el don del Espíritu.
Ya no tenemos una ley escrita por fuera que hay que intentar cumplir, sino una ley inscrita en nuestros corazones renovados por la acción y el impulso del Espíritu (2Cor 3,3-6), hasta el punto de que el mismo Espíritu vivificador se convierte en Ley interior que nos capacita para cumplir perfectamente la Ley (Rom. 8,2-4) y ser fieles a la alianza.
Esta nueva alianza que Dios ha sellado con nosotros en la Sangre de su Hijo nos llena de confianza y seguridad: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8,31). Pero también nos exige una mayor fidelidad y obediencia a la voluntad de Dios; de lo contrario sería una falsa confianza (Heb 3, 7-4,11).
Extracto tomado por el Editor de texto “de la servidumbre al servicio”
Autor www.encuentra.com