El Espíritu Santo nos enseña a tener cariño por cada creatura de Dios, y sana las crueldades y la indiferencia de nuestro corazón. Cuando nosotros sabemos tomar contacto con la naturaleza, eso nos contagia de la alegría de las criaturas.
Pero cuando nos encerramos en miles de pensamientos de nuestra mente, y dejamos de contemplar el universo inmenso y variado, el interior se nos llena de angustias y perturbaciones.
No es bueno aislarse del mundo. Es muy sano detenerse a mirar los detalles preciosos de los animales, a escuchar el ruido del agua que corre, a percibir los colores y movimientos del cielo, a oler las flores, a sentir el contacto de los pies con la tierra, o a abrazar el tronco de un árbol.
Si lo hacemos un instante, sin pensar en nada, sin dejar que la mente nos abrume con pensamientos inútiles, podremos compartir la alegría que Dios ha puesto en el universo. Así le sucedía a San Francisco de Asís, que era feliz compartiendo la vida con el viento, la luna, el fuego, las aves del cielo.
Pidamos al Espíritu Santo que nos regale un poco de esa felicidad llena de ternura.