Viejos conocidos. El primer antepasado del pueblo de Israel, según la Biblia, fue el patriarca Abraham, que vivió alrededor del año 1800 a.C. Cuenta el libro del Génesis que cierto día se le apareció Yahvé y le dijo: “Abraham, deja tu tierra, tu patria y la casa de tu padre, y vete al país que yo te mostraré; con tus descendientes haré una gran nación; voy a bendecirte y a hacerte famoso; y por ti bendeciré a todos los pueblos del mundo” (Gen 12,1-3).
Obedeciendo a Yahvé, Abraham se marchó de Jarán, donde vivía con su familia, y llegó a la ciudad de Siquem, en el país de Canaán. Cuando estaba allí, se le apareció por segunda vez Yahvé y le dijo: “A tus descendientes voy a darles esta tierra” (Gen 12,7). Tiempo después Yahvé se le presentó por tercera vez en Betel y le dijo: “Toda la tierra que ves te la daré a ti y a tus descendientes para siempre” (Gen 13,14-15). O sea que, según el Génesis, Abraham mantenía un fluido diálogo con Yahvé. Y sabía que el Dios que le hablaba era Yahvé, porque Dios mismo le dice: “Yo soy Yahvé, el que te hizo salir de Ur de los caldeos para regalarte esta tierra” (Gen 15,7). Y Abraham, cuando le habla, también le dice: “Mi Señor Yahvé” (Gen 15,2). Por lo tanto, para el libro del Génesis el patriarca Abraham sabía muy bien que Dios se llamaba Yahvé. Y con este nombre lo invocaba y le rezaba. Pero esta afirmación contradice al libro del Éxodo, el cual sostiene que la primera persona que conoció el nombre de Yahvé fue Moisés, el caudillo hebreo que vivió en Egipto 600 años más tarde que Abraham.
No conocía a Yahvé
En efecto, cuenta el Éxodo que cierto día Moisés se hallaba cuidando las ovejas en el desierto del Sinaí, cuando se le apareció Dios en forma de una zarza ardiente y le ordenó que fuera a Egipto a liberar al pueblo hebreo que estaba allí esclavo. Sorprendido, Moisés le preguntó a este Dios que le hablaba cómo se llamaba, y Él le respondió: “Yo soy Yahvé; éste es mi nombre para siempre; con este nombre quiero ser invocado eternamente” (Ex 3,1-15). Y luego agregó: “Yo me le aparecí a Abraham; pero mi nombre de Yahvé no se lo di a conocer” (Ex 6,2). ¿Cómo es posible, entonces, que Abraham conociera el nombre de Yahvé, si según este relato Moisés fue el primero en enterarse? Para responder a esta pregunta, es necesario saber cómo el pueblo de Israel llegó a conocer a Dios.
Según los historiadores bíblicos, el patriarca Abraham (y los demás patriarcas) era un pastor seminómada que viajaba continuamente con sus ovejas en busca de pastos tiernos por la región del Medio Oriente. Y aunque creía en Dios, no tenía un lugar fijo dónde adorarlo. Dios era para Abraham como él mismo, es decir, un Dios viajero, trashumante, que lo acompañaba durante sus marchas, ocupándose de sus pequeños problemas cotidianos y protegiéndolo de los peligros del camino. Un Dios, pues, bastante modesto.
El Dios de Abraham no tenía nombre. Simplemente le decían “el Dios del padre”, porque era el Dios en el que había creído el antepasado fundador de la familia. Por eso Abraham debió llamar a su Dios “el Dios de mi padre Téraj” (porque el padre de Abraham se llamaba Téraj); como Isaac, hijo de Abraham, llamaba a Dios “el Dios de mi padre Abraham (Gen 26,24); y Jacob, hijo de Isaac, llamaba a Dios “el Dios de mi padre Isaac” (Gen 46,1); y Labán, hijo de Najor, llamaba a Dios “el Dios de mi padre Najor” (Gen 31,53).
Una religión muy simple
Al no adorar a Dios en ningún templo, Abraham y su familia tampoco disponían de sacerdotes, ni de ritos precisos, ni de vestimentas sagradas, ni de un culto minucioso. La religión de Abraham era muy simple. Consistía en el sacrificio de un animalito (que podía ser una oveja, una cabra, un cordero), realizado por el jefe del clan. Al llegar la primavera y comenzar la trashumancia (es decir, la partida del clan, luego del invierno, en busca de nuevos pastos para el ganado), entonces se tomaba un animal del rebaño y se lo sacrificaba para invocar la protección de Dios.
Lo central de esta ceremonia era el llamado “rito de la sangre”. ¿En qué consistía? El jefe del clan tomaba la sangre del animal y con ella rociaba los palos y las cuerdas de las tiendas, pues se creía que así se alejaba los malos espíritus que acechaban por el camino a los beduinos. Luego se asaba al fuego la carne de la víctima para comerla, y entonces toda la familia partía. Cuando, en este nuevo lugar, volvía a acabarse el pasto y debían emigrar otra vez, sacrificaban otro animalito y partían así tranquilos, protegidos por la divinidad. Así era el culto al “Dios de los padres”.
Nuevo país, nuevo Dios
Pero cuando Abraham llegó a Canaán, se encontró con que los cananeos (la población local) practicaban una religión muy distinta. Adoraban a un poderoso Dios llamado “El”. El culto se celebraba en lugares fijos, y con bellas ceremonias llenas de atractivo y color. Este Dios cananeo era muy diferente al Dios de Abraham. Porque al ser los cananeos un pueblo sedentario, y por lo tanto agrícola, adoraban a un Dios experto en agricultura, al que podían rezarle porque dominaba la tierra y todos sus elementos. Incluso los cananeos habían llegado a la idea de que “El” era el creador del cielo y de la tierra (idea que la familia de Abraham no había podido desarrollar, porque, al vivir de sus ganados, la tierra les preocupaba poco).
Este Dios “El” era, pues, un Dios sumamente grande y poderoso. Pero por eso mismo, tenía un defecto: era un Dios lejano a la gente. No se ocupaba de sus pequeños problemas, ni intervenía en los asuntos cotidianos, ni en cuestiones familiares. Era un Dios trascendente, no doméstico como el Dios de Abraham.
Este Dios cananeo, llamado “El”, tenía distintos nombres según el lugar donde era adorado. Así, en la ciudad de Siquem se lo conocía como “El Berit” (Jc 9,46). En Betel se lo llamaba “El Betel” (Gen 31,13). En Jerusalén le decían “El Elyón” (Gen 14,18-20). En Bersheba, “El Olam” (Gen 21,33). En el desierto del Néguev, “El Roí” (Gen 16,13). Y en otros lugares, “El Shadday” (Gen 17,1).
La mezcla de dioses
Cuando los patriarcas conocieron al Dios “El”, quedaron profundamente impresionados. Les impactaba su grandeza y sus atributos, su poder y su fuerza. Por eso, a medida que se fueron estableciendo en el país y haciéndose ellos también sedentarios, los patriarcas empezaron a rendir culto al “Dios de los padres” en los santuarios del Dios “El”, y a considerar a “El” como su propio Dios. Esta es la razón por la que en el Génesis leemos, con toda naturalidad, que Abraham hizo una alianza con “El Shadday” (Gen 17,1), o que le rezó a “El Olam” (Gen 21,33), o que juró por “El Elyón” (Gen 14,22), o que el patriarca Jacob construyó un altar a “El Betel” (Gen 35,7).
Poco a poco, el Dios “El” fue confundiéndose con “el Dios de los padres”. Y así, la idea de Dios que tenían los patriarcas quedó enormemente enriquecida. Porque el Dios de Abraham pasó ahora a tener las dos grandes cualidades de la divinidad. Por una parte, seguía siendo ese Dios cercano y familiar que acompañaba y protegía al grupo, y que velaba por su presente cotidiano y sus necesidades domésticas. Pero por otra parte, se fue convirtiendo en un Dios poderoso y trascendente, creador del mundo y dominador de la naturaleza.
El Dios de la zarza
Siglos más tarde, muchos de los descendientes de aquellos patriarcas se fueron a vivir a Egipto, a donde llegaron buscando mejores condiciones de vida. Pero con el paso del tiempo los egipcios, que no miraban con buenos ojos a los extranjeros, los dominaron y los sometieron a trabajos forzados. Así, los hebreos terminaron en una situación parecida a la esclavitud, sin esperanzas y sin proyectos de vida.
Fue entonces cuando Moisés se encontró con Dios en la zarza ardiente. Y Éste, luego de revelarle su nombre de Yahvé, le dijo: “He visto la tristeza de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; conozco bien sus sufrimientos, y por eso he bajado; para librarlo de la mano de los egipcios y llevarlo a una tierra buena y espaciosa, donde abundan la leche y la miel. Ahora, pues, yo te mando ante el Faraón para que saques a mi pueblo de Egipto” (Ex 3,7-10).
Y este Dios, Yahvé, no sólo sacó a los israelitas de Egipto, sino que además hizo con ellos una alianza (Ex 19), y les dio una serie de instrucciones increíbles para cuando llegaran de nuevo a su patria: les ordenó que organizaran allí una sociedad de hermanos (Lv 19), en la que no existirían más esclavos (Dt 15,12-18), la tierra sería de todos (Lv 25,1-23), no habría una autoridad central opresiva (Dt 17,14-20), nadie acumularía alimentos (Ex 16,19-21), no se explotaría a los pobres (Dt 24,14-15), y los más débiles serían protegidos (Dt 24). Yahvé se convirtió, así, en el Dios del pueblo de Israel, y el único al que adoraron a partir de ese momento.
Todos eran el mismo
Entonces sucedió de nuevo un hecho teológico trascendente. Así como cuando llegaron a Canaán los patriarcas no tuvieron inconvenientes en identificar a “El” con “el Dios de los padres”, tampoco esta vez los israelitas tuvieron problemas en identificar a Yahvé con “el Dios de los padres”. Con lo cual, la idea de Dios volvió a progresar enormemente para los hebreos. Porque ahora Dios no sólo era un Dios cercano y protector (como el “Dios de los padres”), y trascendente y creador (como el Dios “El” de Canaán), sino que adquirió una tercera cualidad: era un Dios con futuro; un Dios que gobernaba la historia hacia una meta; en definitiva, un Dios con proyectos y esperanzas, como lo había demostrado al hacer la impresionante alianza del monte Sinaí.
Y por eso, doscientos años después de Moisés, en tiempos del rey Salomón, cuando se resolvió escribir las tradiciones de los patriarcas (que hasta entonces se transmitían sobre todo oralmente), los escribas sagrados no dudaron en decir que Abraham ya conocía a esta grandiosa divinidad llamada Yahvé (Gen 12,1). Y no sólo Abraham, sino también su mayordomo (Gen 24,12), su sobrino Lot (Gen 19,33), su sobrino Betuel (Gen 24,50), su sobrino nieto Labán (Gen 24,31), y su hijo Isaac (Gen 25,21), aun cuando la misma tradición israelita sabía que en verdad fue Moisés el primero en conocer este nombre. Porque si bien históricamente no era cierto que los patriarcas conocían el nombre de Yahvé (pues sólo a partir de Moisés le dieron este nombre), ellos estaban convencidos de que fue Yahvé el mismo y único Dios que guió siempre al pueblo hebreo, desde Abraham hasta la salida de Egipto.
La sorpresa final
Todavía les aguardaba una sorpresa a los israelitas. Porque ellos, si bien adoraban a un solo Dios, siempre pensaron que los dioses de los otros pueblos sí existían de veras. Por ejemplo, creían que además de Yahvé (su propio Dios), existía Baal (dios de los cananeos), Kemosh (dios de los moabitas), Molok (dios de los amonitas), Marduk (dios de los babilonios), Amón (dios de los egipcios). Los israelitas no eran, pues, monoteístas, como suele decirse (no creían en la existencia de un solo Dios), sino monólatras (creían que existían muchos dioses, pero ellos adoraban a uno).
Fue una catástrofe histórica la que los llevó de nuevo al progreso intelectual. En el año 587 a.C. los babilonios, bajo las órdenes de Nabucodonosor, invadieron Jerusalén y se llevaron a sus habitantes cautivos a Babilonia. Y he aquí que, al llegar a esta capital, los israelitas vieron con asombro que Babilonia era una ciudad extraordinaria, con magníficos edificios, palacios, acueductos, jardines y templos. En cambio ellos, que se creían tan bien atendidos y asistidos por Yahvé en Israel, nunca habían gozado del lujo y la grandiosidad que había en Babilonia. ¿Acaso el dios de Babilonia era más poderoso que Yahvé, que daba tanto bienestar y esplendor a sus devotos?
Entonces los hebreos, inspirados por Dios, realizaron su último gran descubrimiento: que en realidad el dios de Babilonia no existía. Que tampoco existían los dioses de los otros pueblos. Que quien velaba, cuidaba y protegía tanto a Babilonia como a las demás naciones, sin que éstas lo supieran, era en definitiva Yahvé, el único Dios vivo y verdadero. Y así, en la tristeza del exilio, del seno de un pueblo vencido y humillado, surgió la brillante idea de que hay un solo Dios que gobierna el mundo entero y se interesa por todos los hombres por igual.
Será un profeta anónimo (a quien llaman el Segundo Isaías), el encargado de lanzar esta idea revolucionaria: “Así dice Yahvé: «Yo soy el primero y el último; fuera de mí no existe ningún Dios»” (Is 44,6); “Antes de mí ningún dios había, y ninguno habrá después de mí»” (Is 43,10); “Yo soy Yahvé, y fuera de mí ningún Dios existe” (Is 45,5); “Todos ellos son nada; nada pueden hacer, porque sólo son ídolos vacíos” (Is 41,29).
Un Dios para hoy
Abraham sólo conoció al “Dios de los padres”, un Dios familiar y doméstico, experto en ganados y problemas caseros. En Canaán, sus descendientes aprendieron que Dios era además majestuoso y trascendente, capaz de dominar la tierra y de conceder las cosechas. En el monte Sinaí, los hebreos supieron además que Dios es el Señor de la historia, que conduce los acontecimientos y guía a los hombres hacia un fin determinado. Finalmente en Babilonia se enteraron de que Yahvé es el único Dios que existe para todos los pueblos, el único que auxilia y conduce a toda la humanidad, lo sepa ésta o no lo sepa.
El pueblo de Israel demoró, pues, varios siglos en descubrir el verdadero rostro de Dios. Pero aún nos falta a nosotros terminar de entender a Dios. Hay que seguir meditando y reflexionando para averiguar qué quiere hoy de la humanidad actual, de nuestro país, de nuestra familia, de nosotros mismos, en este único paso por la historia que tendremos. En definitiva, debemos averiguar cuál es su proyecto para el hombre de hoy, que acaba de ingresar en el tercer milenio.
Es el único modo de llegar al final de ese largo y apasionante camino, que comenzó a ser recorrido a tientas y tímidamente por nuestro padre Abraham cuatro mil años atrás.
Ariel Álvarez Valdés, teólogo bíblico