San Pablo atribuye abiertamente la resurrección de Jesús a la obra del Espíritu Santo. Dice que Cristo fue constituido Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de los muertos (Rom 1,4).
En Cristo se ha hecho realidad la gran profecía de Ezequiel sobre el Espíritu que entra en huesos secos, los resucita de sus tumbas y hace de una multitud de muertos «un ejército grande, exterminado» de resucitados a la vida y a la esperanza (Ez 37, 1-14).
1. La resurrección de Cristo: enfoque histórico
Digamos primero algo sobre la resurrección de Cristo como hecho «histórico». ¿Podemos definir la resurrección como un acontecimiento histórico, en el sentido común de este término, es decir, ocurrido realmente, es decir, en el sentido en que histórico se opone a mítico y legendario? Para expresarnos en los términos del debate reciente: ¿Resucitó Jesús sólo en el kerigma, es decir, en el anuncio de la Iglesia, o, por el contrario, resucitó también en la realidad y en la historia? O también: ¿resucitó él, la persona de Jesús, o resucitó sólo su causa, en el sentido metafórico en el que resucitar significa sobrevivir, o el resurgimiento victorioso de una idea, tras la muerte de quien la ha propuesto?
Veamos, pues, en qué sentido se da un enfoque también histórico a la resurrección de Cristo. No porque alguien de nosotros aquí necesite ser convencido de esto, sino, como dice Lucas en el comienzo de su evangelio, para que podamos darnos cuenta de la solidez de las enseñanzas que hemos recibido (Lc 1,4) y que transmitimos a los demás.
La fe de los discípulos, salvo alguna excepción, no resistió la prueba de su trágico final. Con la pasión y la muerte, la oscuridad envuelve todo. Su estado de ánimo se trasluce en las palabras de los discípulos de Emaús: Nosotros esperábamos que fuese él… pero ya han pasado tres día (Lc 24,21). Estamos en un punto muerto de la fe. El caso de Jesús se considera cerrado.
Ahora, siempre en calidad de historiadores, vayamos a algún año, incluso a alguna semana después. ¿Que encontramos? Un grupo de hombres, el mismo que estuvo junto a Jesús, el cual va repitiendo, en voz alta, que Jesús de Nazaret es él el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios; que está vivo. El caso de Jesús no sólo se reabre, sino que es llevado en corto tiempo a una dimensión absoluta y universal. Aquel hombre no sólo interesa al pueblo de Israel, sino a todos los hombres de todos los tiempos. La piedra que desecharon los constructores, dice san Pedro, se ha convertido en piedra angular (1 Pe 2,4), es decir, principio de una nueva humanidad. De ahora en adelante, se sepa o no, no hay ningún otro nombre dado a los hombres bajo el cielo, en el cual uno se pueda salvar, sino el de Jesús de Nazaret (Hech 4, 12).
¿Qué ha determinado un cambio tal que los mismos hombres que antes habían negado a Jesús o habían huido, ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias y se dejan incluso encarcelar, flagelar, matar por él? Ellos nos dan esta respuesta: ¡Ha resucitado! ¡Le hemos visto!. El último acto que puede realizar el historiador, antes de ceder la palabra a la fe, es comprobar esa respuesta.
La resurrección es un acontecimiento histórico, en un sentido especialísimo. Está en el límite de la historia, como ese hilo que separa el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo tiempo. Con ella, la historia se abre a lo que está más allá de la historia, a la escatología. Es, pues, en cierto sentido, la ruptura de la historia y su superación, así como la creación es su comienzo. Esto hace que la resurrección sea un acontecimiento en sí mismo incapaz de ser testimoniado ni asido con nuestras categorías mentales, que están todas vinculadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y, de hecho, nadie asiste al instante en el que resucita Jesús. Nadie puede decir que ha visto resucitar a Jesús, sino que sólo lo ha visto resucitado.
La resurrección, pues, se conoce a posteriori, a continuación. Igual que la presencia física del Verbo en María demuestra el hecho de que se ha encarnado; así, la presencia espiritual de Cristo en la comunidad, atestiguada por las apariciones, demuestra que ha resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador profano da a conocer la resurrección. Tácito, que también recuerda la muerte de «un cierto Cristo» en tiempo de Poncio Pilato, calla sobre la resurrección. Ese acontecimiento no tenía relevancia y sentido más que para quién experimentaba sus consecuencias, en el seno de la comunidad.
¿En qué sentido, entonces, hablamos de un acercamiento histórico a la resurrección? Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección, son dos hechos: primero, la repentina e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz que resiste incluso la prueba del martirio; segundo, la explicación que de esta fe nos han dejado los interesados. Ha escrito un eminente exégeta: En el momento decisivo, cuando Jesús fue capturado y ejecutado, los discípulos no esperaban ninguna resurrección. Ellos huyeron y dieron por terminado el caso de Jesús. Tuvo que intervenir algo que en poco tiempo, que no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad completamente nueva y a la fundación de la Iglesia. Este “algo” es el núcleo histórico de la fe de Pascua.
Se ha observado justamente que, si se niega el carácter histórico y objetivo de la resurrección, el nacimiento de la fe y de la Iglesia se convertiría en un misterio aún más inexplicable que la resurrección misma: La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en equilibrio inestable sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el acontecimiento, es decir, el dato de hecho, más el significado inherente a él, haya ocupado realmente un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento.
¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos captarlo en las palabras de los discípulos de Emaús. En la mañana de Pascua algunos discípulos fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres. (Lc 24,24). También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están tal como los testigos han dicho. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. Quien llega corriendo desde tierra firme a la orilla del mar debe frenar de golpe; puede ir más allá con la mirada, pero no con los pies. No basta constatar históricamente los hechos. Hay que ver al Resucitado y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe.
2. Significado apologético de la resurrección
Pasando de la historia a la fe, cambia el modo de hablar de la resurrección. El lenguaje del Nuevo Testamento y de la liturgia de la Iglesia es asertivo y encierra una verdad concluyente o que no deja lugar a duda o discusión y que no se basa en demostraciones dialécticas. Ahora, en cambio, Cristo ha resucitado de entre los muertos (1 Cor 15, 20), dice san Pablo. Estamos aquí ahora en el plano de la fe, no ya en el de la demostración. Es lo que llamamos el kerigma. «Scimus Christum surrexisse a mortuis vere», canta la liturgia el día de Pascua: «Nosotros sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente». No sólo creemos, sino que, habiendo creído, sabemos que es así, estamos seguros de ello. La prueba más segura de la resurrección se tiene después, no antes de haber creído, porque entonces se experimenta que Jesús está vivo.
Pero, ¿qué es la resurrección considerada desde el punto de vista de la fe? Es el testimonio de Dios en Jesucristo. Dios Padre que, en vida había acreditado a Jesús de Nazaret con prodigios y signos, ahora ha puesto un sello definitivo a su reconocimiento, resucitándolo de la muerte. En el discurso de Atenas, san Pablo fórmula así la cosa: Dios lo resucitó de entre los muertos, dando así a todos los hombres una prueba segura sobre él (Hech 17, 31). La resurrección es el potente «Sí» de Dios, su «Amén» pronunciado sobre la vida de su Hijo Jesús. La muerte de Cristo no era, por sí misma, suficiente para testimoniar la verdad de su causa. La muerte de Cristo no es la garantía de su verdad, sino de su amor, ya que nadie tiene amor más grande que quien da la vida por la persona amada. (Jn 15, 13).
Sólo la resurrección constituye el sello de la autenticidad divina de Cristo. Por eso, a quien le pedía un signo, Jesús respondió: Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré (Jn 2,18s) y en otro lugar dice: No se le dará a esta generación ninguna señal más que el signo de Jonás que después de tres días en el vientre del cetáceo volvió a ver la luz (Mt 16, 4). Pablo tiene razón al edificar sobre la resurrección, como sobre su fundamento, todo el edificio de la fe: Si Cristo no hubiera resucitado, sería vana nuestra fe. Nosotros seríamos falsos testigos de Dios… seríamos los más desgraciados de todos los hombres (1Cor 15, 14-15.19). Se entiende por qué san Agustín puede decir que la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo. Que Cristo haya muerto lo creen todos, incluso los paganos, pero que haya resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no es cristiano quien no lo cree.
3. Significado mistérico de la resurrección
Hasta aquí el significado apologético de la resurrección de Cristo, es decir, que tiende a determinar la autenticidad de la misión de Cristo y la legitimidad de su pretensión divina. A ello hay que añadir un significado muy distinto que podríamos llamar mistérico o salvífico, en lo que respecta a nosotros que creemos. La resurrección de Cristo nos afecta y es un misterio «para nosotros», porque basa la esperanza de nuestra propia resurrección de la muerte:
«Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos resucitará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en ustedes» (Rom 8,11).
La fe en una vida ultraterrena aparece, de manera clara y explícita, sólo hacia el final del Antiguo Testamento. (2 Mac 7, 1-14). Pero esta fe no nace de repente, de la nada; se enraíza vitalmente en toda la revelación bíblica precedente, de la que representa la conclusión esperada y, por así decirlo, el fruto más maduro. Sobre todo dos certezas empujaron a esta conclusión: la certeza de la omnipotencia de Dios y la de la insuficiencia e injusticia de la retribución terrena. Efectivamente, en esta vida todo ocurre del mismo modo al justo y al impío, tanto la felicidad como la desventura. El libro del Qohelet representa la expresión más lúcida de esta amarga conclusión (Qo 7,15).
El pensamiento de Jesús sobre el tema está expresado en la discusión con los saduceos sobre el caso de la mujer que había tenido siete maridos (Lc 20,27-38). Ateniéndose a la revelación bíblica más antigua, la mosaica, ellos no habían aceptado la doctrina de la resurrección de los muertos que consideraban una novedad. Sin apartarse del terreno elegido por los adversarios, Jesús desvela primero dónde está el error de los saduceos y lo corrige, luego da a la fe en la resurrección su fundamentación más profunda y más convincente. Jesús se pronuncia sobre dos cosas: sobre la forma y sobre el hecho de la resurrección. En cuanto al hecho de que habrá una resurrección de los muertos, Jesús recuerda el episodio de la de la zarza ardiente donde Dios se proclama «Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Si Dios se proclama «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», cuando Abraham, Isaac y Jacob están muertos desde hace generaciones, y si, por otra parte, «Dios es Dios de vivos y no de los muertos», entonces quiere decir que ¡Abraham, Isaac y Jacob están vivos en alguna parte!
4. Nuestra fe en la resurrección
La fe en la resurrección se basa en el hecho de la resurrección de Jesús. Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, exclama Pablo, ¿cómo pueden decir algunos de entre vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? ¡Si no existe la resurrección de entre los muertos, tampoco Cristo ha resucitado! (1 Cor 15, 12-13).
La fe cristiana en la resurrección de entre los muertos responde, por lo demás, al deseo más instintivo del corazón humano. Nosotros, dice Pablo, no queremos ser despojados de nuestro cuerpo, sino revestidos, es decir, no queremos sobrevivir sólo con una parte de nuestro ser, el alma, sino con todo nuestro yo, alma y cuerpo; por tanto, no queremos que nuestro cuerpo mortal sea destruido, sino que «sea absorbido por la vida» y se revista, él mismo, de inmortalidad (2 Cor 5, 1-5; 1 Cor 15, 51-53).
Nosotros, en esta vida, no tenemos de la vida eterna sólo una promesa: también «sus primicias» y «arras». (2 Cor 1, 22; 5,5; Ef 1, 14). San Agustín explicó bien la diferencia. La prenda, dice, no es el inicio del pago, sino algo que viene dado en espera del pago; una vez efectuado el pago, la prenda será reembolsada. No así las arras. No se restituyen en el momento del pago, sino que se completan. Forma parte ya del pago. las arras? Ciertamente no, sino que completará lo que ya ha dado.
Es el Espíritu que habita en nosotros (Rom 8, 11), más que la inmortalidad del alma, quien asegura la continuidad entre nuestra vida presente y futura.
Sobre el modo de la resurrección, Jesús afirma, en esa misma ocasión, la condición espiritual de los resucitados: «Los que son juzgados dignos del otro mundo y de la resurrección de los muertos, no toman mujer ni marido; y tampoco pueden ya morir, porque son iguales a los ángeles y, al ser hijos de la resurrección, son hijos de Dios».
Se ha intentado explicar el tránsito de la condición terrestre a la de resucitados con ejemplos sacados de la naturaleza: la semilla de la que brota el árbol, la naturaleza muerta en invierno y que resucita en primavera, la oruga que se transforma en mariposa. Pablo se limita a decir: «Se siembra en corrupción, resucita en la incorruptibilidad; se siembra en la miseria, resucita en la gloria; se siembra en la debilidad, resucita en potencia; se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44).
La verdad es que todo lo que respecta a nuestra condición en el más allá sigue siendo un misterio impenetrable; no porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque, obligados como estamos, a pensar cada cosa dentro de las categorías del tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para representárnoslo. La eternidad es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es Dios! Entrar en la vida eterna significa ser admitidos, por gracia, a compartir el modo de ser de Dios.
Todo esto no habría sido posible si la eternidad no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y gracias a él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se representa lo que le espera después de la muerte como un «ir a estar con Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un estar «con Cristo», como sus «coherederos». La vida eterna es una reunificación de los miembros con la cabeza, un hacerse «masa» con él en la gloria, después de estar unidos con él en el sufrimiento (Rom 8, 17).
Cuando se quiere atravesar un estrecho, decía san Agustín, lo más importante no es quedarse en la orilla y aguzar la vista para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a la otra orilla.
También para nosotros lo más importante no es especular sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos que nos conduce a ella.
Que nuestra jornada de hoy sea un pequeño paso hacia la vida eterna.
Raniero Cantalamessa predicador de la Casa Pontificia