El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado.
El Espíritu os enseñará todo. Porque si el Espíritu no toca el corazón de los que escuchan, la palabra de los que enseñan sería vana.
Que nadie atribuya a un maestro humano la inteligencia que proviene de sus enseñanzas. Si no fuera por el Maestro interior, el maestro exterior se cansaría en vano hablando.
Vosotros todos que estáis aquí, oís mi voz de la misma manera y, no obstante, no todos comprendéis de la misma manera lo que oís. La palabra del predicador es inútil si no es capaz de encender el fuego del amor en los corazones.
Aquellos que dijeron: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32 discípulos de Emaús) habían recibido este fuego de boca de la misma verdad.
Cuando uno escucha una homilía, el corazón se enardece y el espíritu se enciende en el deseo de los bienes del reino de Dios.
El auténtico amor que le colma, le provoca lágrimas y al mismo tiempo le llena de gozo.
El que escucha así se siente feliz de oír estas enseñanzas que le vienen de arriba y se convierten dentro de nosotros en una antorcha luminosa, nos inspiran palabras enardecidas.
El Espíritu Santo es el gran artífice de estas transformaciones en nosotros.
Homilía de san Gregorio Magno (c. 540-604)