«Jesús tomó el vinagre y dijo: Está cumplido. E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,30). La palabra «espíritu» traduce el término hebreo «ruah», que significa aliento, aire, viento. Como aliento divino que infunde la vida, aparece en la creación del mundo (Gén 1,2; Sal 104,30) y en la del hombre (Gén 2,7). El mismo aliento divino recrea y restaura la vida deteriorada (Ez 37,1-14).
1. Dios es trinidad
Al comienzo de nuestra reflexión sobre el Espíritu Santo, hemos de recordar, ante todo, que el Dios revelado por Jesucristo, el único verdadero, es esencial y absolutamente diferente del Dios de cualquier otra religión. Los cristianos somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Creemos en un Dios que es misterio de Amor porque es comunión de vida de tres personas: el PADRE que, desde toda la eternidad, engendra al Hijo y se da totalmente a él; el HIJO que recibe todo su ser del Padre, es su imagen y se entrega totalmente a aquél de quien recibe el ser; el ESPÍRITU SANTO que procede de la donación mutua de ambos y es su amor personificado, el beso que se intercambian. Creemos, pues, en un Dios único, pero no solitario; en un solo Dios, pero cuya vida íntima es tan rica que está constituida por tres personas realmente distintas entre sí. Y esto que es Dios por dentro, se refleja en todo lo que hace hacia fuera. Toda obra de Dios es a la vez obra común de las tres Personas y específica de cada una de ellas. Y así
El Padre es el que tiene siempre la iniciativa.
El Hijo consiente, es decir, quiere junto al Padre ser aquél en el cual y por el cual se realiza el proyecto del Padre.
El Espíritu Santo es el que nos libera de los límites de la finitud y nos hace capaces de Dios.
Todo, pues, tiene su origen en el Padre, cuya intención es comunicarnos su vida; el Hijo se ofrece para realizar ese proyecto; y el Espíritu, por su parte, hace que la obra del Hijo se haga experiencia e historia. San Atanasio de Alejandría explica esta acción triple a través de dos metáforas bellísimas. Si comparamos a Dios con la luz, el Padre sería el foco que la produce, el Hijo el resplandor que procede de él y el Espíritu Santo el que nos da ojos para verla. Y si lo comparamos con el agua, el Padre sería el manantial, el Hijo el río que nos la trae hasta nosotros y el Espíritu Santo quien despierta nuestra sed y nos hace capaces de beberla.
Si Dios actúa así, nuestra relación con él tendrá una dinámica inversa: en el Espíritu, que habita en nosotros y nos transforma, a través del Hijo, realizador del proyecto divino, llegamos al Padre, fuente y origen de toda realidad.
Este misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de nuestra fe, porque es la fuente de todos los demás y la luz que los ilumina. Y, por lo mismo, es el secreto y la explicación última de nuestra vida. Porque hemos sido creados por la Trinidad, estamos hechos a su imagen y tenemos como destino participar de su propia vida. Y este misterio nos descubre que la clave de todo es el amor: es lo que une a las tres divinas personas; a Dios con los hombres; a los hombres entre sí y con Dios. El amor es la esencia de la realidad.
2. El Espíritu Santo en la creación
En el Credo lo confesamos como «Señor y dador de vida». Y, efectivamente, el Espíritu es la persona divina a través de la cual Dios Padre infunde la vida a todas las criaturas, las llama de la nada a la existencia.
En primer lugar, el Espíritu crea el mundo como escenario de la relación del hombre con Dios y como revelación de la sabiduría y de la bondad de Dios. Así lo intuyó la experiencia religiosa del pueblo de Israel al afirmar que, ya al principio de la creación, «el aliento de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,2). O cuando cantaba: «Envías tu aliento y los creas y repueblas la faz de la tierra» (Sal 104,30). Con el término «aliento» o «soplo», que es el que nosotros traducimos por «espíritu», querían designar la fuerza vital, la energía con la que Dios da la vida.
Enraizado y emparentado con el resto de la creación, el hombre recibe como un plus de aliento divino, que lo convierte en una criatura única. Y la razón es clara: es la única criatura hecha a imagen del Creador: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gén 1,27).
La Persona- Amor ha creado al hombre a imagen del Dios Trinitario, es decir, como persona capaz de darse y de recibir libremente, como persona capaz de amar, para que pueda compartir la misma vida amorosa de Dios y participar en ella. Por eso, todo lo que es el hombre –su ser físico, mental y espiritual–, su existencia y su destino, sólo se puede entender desde el Espíritu. Sólo desde el Espíritu descubrimos por qué estamos hechos así y para qué. Los hombres que ignoran o niegan esta acción del Espíritu, entienden su ser, su existir y su meta como mera materia: nacer, crecer y morir sin dejar rastro. Los que han descubierto en su interior esta realidad sorprendente, entienden su ser, su existir y su meta como un hermoso designio de amor: nacer, crecer y alcanzar su plenitud en Dios.
Y al crear al hombre como imagen de Dios, el Espíritu lo constituye en «sacerdote» del cosmos, en mediador entre todas las criaturas y su Creador. Porque es el único capaz de llevar a Dios los seres creados, el único que puede responder conscientemente de ellos, y el único que puede hacerse voz de las demás criaturas para alabar a su Autor. De ahí que la relación con la naturaleza implique para el hombre una exigencia ética: «Tomó, pues, Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén (el mundo), para que lo labrase y lo cuidase» (Gén 2,15). El hombre no puede contemplar el mundo como un simple depósito de energías para disfrutarlo sin respeto a los ritmos y equilibrios de la naturaleza. Porque la misión que se le ha confiado es custodiar y cuidar lo creado.
3. El Espíritu Santo en la historia de la salvacion
La acción del Espíritu Santo no acaba en la creación. Quien da principio a la vida del hombre, lo va a seguir y a cuidar en toda su existencia para que alcance el fin previsto por el Padre. Por eso va a actuar en la historia y a convertirla en «historia sagrada», es decir, en tiempo de encuentro con Dios y camino hacia la felicidad de la plena participación en la vida divina.
Para ello, el Espíritu crea el pueblo de Dios, un pueblo de creyentes capaz de transmitir el conocimiento de Dios a todas las naciones. Como vemos en la historia de Israel, el Espíritu constituye y guía a este pueblo a través de una triple operación: una acción directiva, una acción profética y una acción santificadora.
a) Acción directiva.
En primer lugar, el Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel actuando sobre sus jefes y haciendo que obren en nombre de Dios y sirvan de verdad al cumplimiento de los planes divinos. Así lo vemos en el gran liberador y conductor, Moisés, hombre lleno del Espíritu y que hace participar del mismo a sus colaboradores (Nm 11,25) y a su sucesor Josué, a quien impone su mano para que también él esté lleno del Espíritu de sabiduría (Dt 34,9). Lo mismo sucede en el caso de los Jueces, de los que se dice: «El Espíritu de Yahvé vino sobre él y fue juez de Israel» (Jue 3,9-10; Jue 11,29; 13,25). Y cuando se realiza el cambio histórico de los Jueces a los Reyes, se instituye el rito de la «unción», como signo de que el Espíritu toma posesión del nuevo jefe para que conduzca fielmente al pueblo. Así sucede con Saúl (1 S 10,1-8) y con David (1 S 16,1-13).
b) Acción profética.
En segundo lugar, el Espíritu produce el fenómeno del profetismo, que va a convertir al pueblo en portador de la palabra de Dios. Porque el profeta es un hombre que habla en nombre de Dios y transmite a los demás todo lo que Dios quiere darles a conocer sobre el presente y sobre el futuro, como se dice en la promesa de Dios a Moisés: «Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,18).
Quien inspira a los profetas las palabras de Dios y les manda transmitirlas es el mismo Espíritu, como nos cuenta Ezequiel: «El Espíritu entró en mí como se me había dicho y me hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba… Me dijo: Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente, y luego, anda, ve a donde los deportados, donde los hijos de tu pueblo; les hablarás y les dirás: “Así dice el Señor Yahvé”, escuchen o no escuchen» (Ez 2,2.3,10-11).
Íntimamente relacionado con el don del profetismo está el don de la sabiduría, que capacita al hombre para conocer la voluntad divina. Actuando desde dentro, el Espíritu Santo concede como un nuevo sentido que permite leer la vida con profundidad y descubrir el plan divino. Es lo que explica el libro de la Sabiduría: «¿Quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la sabiduría y no le hubieses enviado desde lo alto tu Espíritu Santo? Sólo así se enderezaron los caminos de los moradores de la tierra, así aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la sabiduría se salvaron» (Sab 9,16- 18).
A la acción profética del Espíritu en Israel le debemos, además, otro efecto admirable. En la medida en que los dirigentes del pueblo de Dios fueron cayendo en la infidelidad y la apostasía, el Espíritu fue dando a conocer la futura venida de un Rey ideal, el Ungido (Mesías) por antonomasia, sobre el que reposaría el Espíritu de Yahvé con toda la abundancia de sus dones (Is 11,2) y lo haría capaz de realizar una misión definitiva de justicia y de paz. Este Rey pacífico es descrito admirablemente en los cuatro famosos cantos del Siervo de Yahvé, de Isaías (Is 42,19; 49,1-7; 50,4-11; 52,13-53, 12), que son como el retrato anticipado de Jesús.
c) Acción santificadora.
Según la Biblia, el Espíritu no es sólo luz que da el conocimiento de Dios, sino también fuerza transformadora que santifica, es decir, que hace vivir la misma vida de Dios. Por eso se le llama «Espíritu de santidad», «Espíritu Santo». Esta acción transformadora del Espíritu es maravillosamente descrita en esa obra maestra de la oración de Israel que es el salmo 51 (Miserere). El Espíritu comienza despertando la conciencia de pecado y la necesidad de una purificación que sólo puede dar Dios: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa… pues yo reconozco mi culpa». Después, infunde el deseo de la alegría, de una vida plena y armoniosa: «Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados».
Pero para gozar plenamente de esa alegría, no basta la eliminación de las culpas, es necesario que el Espíritu nos dé un corazón nuevo, una nueva personalidad:
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme». Y, una vez construido el hombre nuevo, el Espíritu lo hace capaz de asumir un compromiso valiente: «Afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti». Y así, los hombres nuevos crearán una sociedad nueva: «Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén».
Ciertamente la revelación del Espíritu Santo como persona no se produjo hasta Jesús; porque sólo en Jesús se nos descubrió que Dios es Trinidad. Pero, como acabamos de ver, el mismo Espíritu fue anticipando y preparando su manifestación definitiva en la historia de Israel, como «aliento» y fuerza actuante de Dios.
DIRECTORIO FRANCISCANO
Autor Miguel Payá Andrés
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