El ciclo litúrgico de la Iglesia en el que se nos propone día a día ir metiéndonos lentamente en el misterio de la vida de Jesús, en sus sentimientos, en sus pensamientos y en su corazón, nos enseña a conocer mejor a Jesús. Es necesario hacerlo permanentemente porque solo a fuerza de contemplar su vida, de participar en su misterio, podemos vivir verdaderamente la vida cristiana, no como meros espectadores, sino como protagonistas.
En nosotros, en la medida que así lo hacemos, vuelve a realizarse el misterio de la Pascua, el de morir continuamente al egoísmo y al pecado, para renacer siempre a la posibilidad de amar, de entregarse, de dar vida. Por eso celebramos la fiesta de CRISTO REY DEL UNIVERSO, rey de todo lo creado, porque “todo fue creado por Él y para Él”, aunque no parece, aunque nuestra ceguera no lo termine de descifrar.
En el evangelio de Juan, que forma parte del proceso de Jesús ante Pilato durante su Pasión, Dios, hecho hombre, se sometió a un juicio humano. Dios se deja juzgar por el hombre, y además algo peor, deja que lo juzguen mal, sabe que los hombres serán injustos con Él, sabe que finalmente diga lo que diga, lo entregarán igual y sabiendo esto, lo busca, lo quiere, lo desea con todo su corazón, porque desea revelar la verdad de Dios en la cruz.
¿Cuál es esta verdad de Dios? ¿A qué se refiere Juan con esta expresión?
No a algo meramente intelectual, a una verdad abstracta, o a la que tiene que ver con la esencia de las cosas, sino al testimonio que vino a dar Jesús. Él vino a mostrar la verdad, que es el plan divino de salvación, o sea su voluntad de salvarnos, que en definitiva es Él mismo, como enviado del Padre. Porque tanto amó Dios al mundo que envió a su HIJO PARA SALVARNOS, para que, conociendo esta verdad, tengamos vida verdadera, vida que se sigue alimentando de la entrega de Jesús en la cruz.
¿Cuál es el plan divino? ¿Qué vino a revelarnos? ¿Y qué esconde esta verdad de Jesús?
El corazón de Jesús revela el corazón del Padre. El corazón del Hijo es un reflejo del amor del Padre. ¿Y qué dice ese corazón? Nos dice a gritos, pero también en silencio, sin imponernos nada: “No vine a dominarte, no vine a someter a nadie, vine a atraer por medio del amor”. Este fue plan de Dios al hacerse hombre. Esta es la “estrategia” que utilizó para atraernos.
¿Cómo es este rey?
¡Qué difícil es imaginarnos a un rey, al rey de reyes, manso, humilde, dejándose someter, dejándose llevar mansamente a morir en la cruz! Jesús es el rey anti-humano. Es el rey que reina desde un trono que no es de este mundo, no es como los del mundo. Es un rey cuyos seguidores lo abandonan, lo dejan solo. Es un rey que no entiende ni le interesan las violencias, los enojos sin sentido, las imposiciones, los gritos, los complots, el poder por el poder mismo, las preferencias. Es un rey que no desespera ante la traición, ante la indiferencia y los corazones cerrados, aunque si llora cuando se endurecen y se obstinan en no creer.
Jesús el anti rey humano
Jesús es el rey que ningún partido político del mundo elegiría como candidato. ¿Cómo harían para soportarlo? Si para nosotros gobernar es dominarlo todo; las personas y las situaciones, es eliminar toda posibilidad de diferencia, de pensar distinto, de buscar otras alternativas. Si para nosotros gobernar es muchas veces gritar y decir lo que algunos quieren escuchar, es hacerles creer a otros que me interesan sus intereses, para seguir y mantenerse en el poder. Si para ti gobernar es en definitiva servirse de los demás y no servirlos.
Igualmente, no hay que ser gobernante para experimentar esto en el corazón. Nosotros, en nuestros mundos chiquitos, en nuestros corazones, en nuestras familias y trabajos, muchas veces actuamos y pretendemos ser reyes de nuestros territorios, creyéndonos con el derecho de luchar con uñas y dientes por cosas, ideas y nuestras propias verdades, no las de Dios.
Discernir a quien escuchar
Te propongo frenar hoy un poco y fijarte que voces estamos escuchando. Si la voz mansa de Jesús que nos invita a vivir como Él, o la voz iracunda, impaciente de este mundo alocado y alejado de Dios en el que vivimos, donde somos capaces de pelearnos por todo y con todos, por lo más mínimo.
El primer paso para ser mansos de corazón, es dejarnos ser. Es mirar continuamente a nuestro Rey, callado y paciente en la cruz por nosotros. Ese es nuestro rey, el resucitado, pero el crucificado, el que nos mira y mira al mundo con amor, para que podamos enamorarnos de Él.
En cada Eucaristía, en cada misa que celebramos, celebramos a Jesús Rey, un rey pequeño, aunque parezca contradictorio, un rey que se somete de alguna manera a nosotros, que se deja comer porque se entrega por amor siempre, una y otra vez.
Un rey que quiere reinar antes que nada en nuestros corazones para poder reinar en este mundo, hasta que vuelva definitivamente “sobre las nubes” como dice el libro del Apocalipsis, “todos lo verán, aun aquellos que lo traspasaron”, incluso los que lo rechazaron.
¿Puede haber un rey tan bueno como el nuestro?
¡VIVA CRISTO REY!
Comentario a Juan 18, 33b-37:
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P. Rodrigo Aguilar