El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna

El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna

Evangelio según San Juan 6,52-59

Los judíos se pusieron a discutir unos con otros: ¿Cómo puede éste darnos a comer su propio cuerpo?”. Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis el cuerpo del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida.

El que come mi cuerpo y bebe mi sangre vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él. De la misma manera, el que me coma vivirá por mí. Hablo del pan que ha bajado del cielo. Este pan no es como el maná que comieron vuestros antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido. El que coma de este pan, vivirá para siempre”. Jesús enseñó estas cosas en la reunión de la sinagoga en Cafarnaún.

Comentario del Evangelio

Confianza, no racionalismo. Cuando nos acercamos a Jesús desde el racionalismo y no desde la confianza, no nos enteramos de nada. Se acaba confundiendo la entrega más generosa con el canibalismo. El texto es eminentemente eucarístico y deleitó a san Juan de Ávila, patrón del clero español. El santo sí se fio y comprendió el sentido de estas palabras. Aunó, sin violencia alguna, la preocupación por la salud espiritual del clero y del pueblo con la reforma valiente de las instituciones, la oración y el apostolado, la predicación a los adultos y la catequesis de los niños.

Lecturas del día

Libro de los Hechos de los Apóstoles 9,1-20

Saulo, que todavía respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de traer encadenados a Jerusalén a los seguidores del Camino del Señor que encontrara, hombres o mujeres. Y mientras iba caminando, al acercarse a Damasco, una luz que venía del cielo lo envolvió de improviso con su resplandor. Y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía:

Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El preguntó: ¿Quién eres tú, Señor? Yo soy Jesús, a quien tú persigues, le respondió la voz. Ahora levántate, y entra en la ciudad: allí te dirán qué debes hacer. Los que lo acompañaban quedaron sin palabra, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco.
Allí estuvo tres días sin ver, y sin comer ni beber. Vivía entonces en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor dijo en una visión: ¡Ananías! El respondió: Aquí estoy, Señor.

El Señor le dijo: Ve a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a un tal Saulo de Tarso. El está orando y ha visto en una visión a un hombre llamado Ananías, que entraba y le imponía las manos para devolverle la vista. Ananías respondió: Señor, oí decir a muchos que este hombre hizo un gran daño a tus santos en Jerusalén. Y ahora está aquí con plenos poderes de los jefes de los sacerdotes para llevar presos a todos los que invocan tu Nombre. El Señor le respondió: Ve a buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre.

Ananías fue a la casa, le impuso las manos y le dijo: Saulo, hermano mío, el Señor Jesús -el mismo que se te apareció en el camino- me envió a ti para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo. En ese momento, cayeron de sus ojos una especie de escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado. Después comió algo y recobró sus fuerzas. Saulo permaneció algunos días con los discípulos que vivían en Damasco, y luego comenzó a predicar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios.

Salmo 117(116),1.2

¡Alaben al Señor, todas las naciones,
glorifíquenlo, todos los pueblos!

Porque es inquebrantable su amor por nosotros,
y su fidelidad permanece para siempre.

¡Aleluya!

Del Catecismo de la Iglesia Católica § 1362-1366 “Haced esto en memoria mía” (1C 11,25)

La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anamnesis o memorial. En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado a favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que se celebra la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos (Ex 13,3.8).

El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: “Cuantas veces se renueva en el altar el sacrifico de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención” (Vaticano II, LG 63).

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros” (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que “derramó por muchos para la remisión de los pecados” (Mt 26,28). La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto.

 

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