Evangelio según San Marcos 9,41-50
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: El que os dé aunque sólo sea un vaso de agua por ser vosotros de Cristo, os aseguro que tendrá su recompensa. Al que haga caer en pecado a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo arrojaran al mar con una gran piedra de molino atada al cuello. Si tu mano te hace caer en pecado, córtala; es mejor para ti entrar manco en la vida que con las dos manos ir a parar al infierno, donde el fuego no se puede apagar. Y si tu pie te hace caer en pecado, córtalo; es mejor para ti entrar cojo en la vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te hace caer en pecado, sácalo; es mejor para ti entrar con un solo ojo en el reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde los gusanos no mueren y el fuego no se apaga. Porque todos serán salados con fuego. La sal es buena, pero si deja de ser salada, ¿cómo volveréis a hacerla útil? Tened sal en vosotros y vivid en paz unos con otros.
Comentario del Evangelio
Necesitamos ser purificados. Son duras las palabras de este pasaje del Evangelio en las que Jesús nos habla de arrojar al mar, de cortar o de salar con fuego. Todas éstas son imágenes sobre la necesidad de ser purificados. Jesús no se contenta con iluminar una parte de nuestra vida. Él nos ha amado de verdad, hasta el fondo, y quiere ser luz en todo. Por eso, si guardamos para nosotros lugares de nuestra vida en los que no dejamos entrar a Jesús, en los que nos guardamos rebeldías, es como una familia que se guarda rencores y reproches secretos. Al final, saldrán y nos aguarán la fiesta. Jesús nos pide que derribemos todos los muros que no dejan entrar su luz y los tiremos al mar, que cortemos todos los finos o gruesos hilos que nos atan al pecado, que dejemos que el fuego de su amor nos abrase totalmente.
Libro de Eclesiástico 5,1-10
No te fíes de tus riquezas ni digas: “Con esto me basta”.
No dejes que tu deseo y tu fuerza te lleven a obrar según tus caprichos.
No digas: “¿Quién podrá dominarme?”, porque el Señor da a cada uno su merecido.
No digas: “Pequé, ¿y qué me sucedió?, porque el Señor es paciente.
No estés tan seguro del perdón, mientras cometes un pecado tras otro.
No digas: “Su compasión es grande; él perdonará la multitud de mis pecados”, porque en él está la misericordia, pero también la ira, y su indignación recae sobre los pecadores.
No tardes en volver al Señor, dejando pasar un día tras otro, porque la ira del Señor irrumpirá súbitamente y perecerás en el momento del castigo.
No te fíes de las riquezas adquiridas injustamente: de nada te servirán en el día de la desgracia.
No te dejes llevar por todos los vientos ni vayas por cualquier camino: así obra el pecador que habla con doblez.
Sé firme en tus convicciones y que tu palabra sea una sola.
Salmo 1,1-2.3.4.6
¡Feliz el hombre
que no sigue el consejo de los malvados,
ni se detiene en el camino de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los impíos,
sino que se complace en la ley del Señor
y la medita de día y de noche!
El es como un árbol
plantado al borde de las aguas,
que produce fruto a su debido tiempo,
y cuyas hojas nunca se marchitan:
todo lo que haga le saldrá bien.
No sucede así con los malvados:
ellos son como paja que se lleva el viento.
Porque el Señor cuida el camino de los justos,
pero el camino de los malvados termina mal.
Comentario de Pablo VI papa 1963-1978 La sal de la penitencia
Todo cristiano debe seguir al Maestro, renunciando a sí mismo, llevando su cruz y participando en los sufrimientos de Cristo (Mt 16,24). Así, transfigurado a imagen de su muerte, se vuelve capaz de meditar la gloria de la resurrección. Igualmente seguirá a su Maestro no viviendo ya más para sí, sino por aquél que le amó y se entregó a sí mismo por él como también para sus hermanos, completando «en su carne lo que falta a los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (Ga 2,20; Col 1,24).
Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene igualmente una relación propia e íntima con toda la comunidad eclesial. En efecto, no es tan sólo a través del bautismo en el seno de la Iglesia que recibe el don fundamental de la metanoia, es decir, del cambio y renovación del hombre todo entero, sino que este don es restaurado y reafirmado por el sacramento de la penitencia en los miembros del Cuerpo de Cristo que han caído en pecado.
«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Éste, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión» (Vaticano II: LG 11). Es, en fin, en la Iglesia que la pequeña obra de penitencia que se impone a cada penitente en el sacramento participa, de manera especial, en la expiación infinita de Cristo.