No son los sanos los que tienen necesidad del médico sino los enfermos

No son los sanos los que tienen necesidad del médico sino los enfermos

Evangelio según san Marcos 2,13-17

Jesús salió nuevamente a la orilla del mar; toda la gente acudía allí, y él les enseñaba. Al pasar vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. El se levantó y lo siguió. Mientras Jesús estaba comiendo en su casa, muchos publicanos y pecadores se sentaron a comer con él y sus discípulos; porque eran muchos los que lo seguían. Los escribas del grupo de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, decían a los discípulos: ¿Por qué come con publicanos y pecadores? Jesús, que había oído, les dijo: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Comentario del Evangelio

En el Evangelio de hoy Jesús llama a un pecador a ser discípulo. Las personas a las cuales convoca no son las más exitosas, no representan lo mejor de la sociedad y hasta hay algunos de moral dudosa, como este recaudador. Pero el Reino de Dios viene y cuestiona nuestros criterios. Por eso, de entre todo el gentío, Jesús ve a Leví y le llama. Es una llamada personal e intransferible. En este momento es a él a quien llama, porque sabe que en ese hombre, indigno aparentemente, hay semillas del Reino, hay escondido un hijo de Dios y un apóstol que puede salir a la luz a lo largo del camino. Jesús dice “Sígueme”. Ahí está el contenido de la llamada: seguir sus huellas, caminar sus caminos, hacer lo que Él hace, decir como Él dice, sanar como Él sana, anunciar como Él anuncia, amar como Él ama y todo esto en movimiento, porque no será lo mismo hacerlo en Cafarnaún que en Jerusalén ni en el siglo I que en el XXI. Hoy nos preguntamos:

¿A qué me ha llamado el Señor?
¿Cómo le he ido respondiendo?
¿Llamo yo a otros a seguir a Jesús?

Lecturas del día

Primer Libro de Samuel 9,1-4.17-19.10,1ª

Había un hombre de Benjamín llamado Quis, hijo de Abiel, hijo de Seror, hijo de Becorat, hijo de Afiaj, hijo de un benjaminita. El hombre estaba en muy buena posición, y tenía un hijo llamado Saúl, que era joven y apuesto. No había entre los israelitas otro más apuesto que él; de los hombros para arriba, sobresalía por encima de todos los demás. Una vez, se le extraviaron las asnas a Quis, el padre de Saúl. Quis dijo entonces a su hijo Saúl: “Lleva contigo a uno de los servidores y ve a buscar las asnas”. Ellos recorrieron las montaña de Efraím y atravesaron la región de Salisá, sin encontrar nada. Cruzaron por la región de Saalém pero no estaban allí. Recorrieron el territorio de Benjamín, y tampoco las hallaron.

Cuando Samuel divisó a Saúl, el Señor le advirtió: “Este es el hombre de quien te dije que regirá a mi pueblo”. Saúl se acercó a Samuel en medio de la puerta de la ciudad, y le dijo: “Por favor, indícame dónde está la casa del vidente”. “El vidente soy yo, respondió Samuel a Saúl; sube delante de mí al lugar alto. Hoy ustedes comerán conmigo. Mañana temprano te dejaré partir y responderé a todo lo que te preocupa. Samuel tomó el frasco de aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl. Luego lo besó y dijo: ¡El Señor te ha ungido como jefe de su herencia!

Salmo 21(20),2-3.4-5.6-7

Señor, el rey se regocija por tu fuerza,
¡y cuánto se alegra por tu victoria!
Tú has colmado los deseos de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios.

Porque te anticipas a bendecirlo con el éxito
y pones en su cabeza una corona de oro puro.
Te pidió larga vida y se la diste:
días que se prolongan para siempre.

Su gloria se acrecentó por tu triunfo,
tú lo revistes de esplendor y majestad;
le concedes incesantes bendiciones,
lo colmas de alegría en tu presencia.

Sermón de san Pedro Crisólogo (c. 406-450) El hombre se levantó y lo siguió

Este desdichado publicano sentado en el mostrador de impuestos, estaba en peor situación que el paralítico del cual os hablé el otro día, el que yacía en su camilla (Mc 2,1s). Éste sufría parálisis en su cuerpo, aquel en su alma. El primero tenía deformados todos sus miembros; el segundo, era el conjunto de su persona que estaba a la desbandada. El primero yacía, prisionero de su carne; el otro estaba sentado, cautivo de alma y cuerpo. Era a pesar suyo que el paralítico sucumbía a causa de sus sufrimientos; el publicano, muy a su gusto estaba esclavo del mal y del pecado. Este último, que a sus propios ojos se tenía por inocente, estaba acusado de avaricia por los demás; el primero, en sus heridas, se sabía pecador.

El uno acumulaba ganancia sobre ganancia efecto de sus pecados; el otro escondía sus pecados con el gemido de sus dolores. Es por ello que eran justas las palabras dirigidas al paralítico: Animo hijo, tus pecados quedan perdonados, porque con sus sufrimientos quedaban compensadas sus faltas. Pero el publicano, escuchó estas palabras: “Sígueme. “, es decir: “Tú que te has perdido siguiendo al dinero, siguiéndome repararás tu pecado”.

Alguno dirá: ¿por qué el publicano, pareciendo más culpable, recibe un don más elevado? Él llega enseguida a ser apóstol… Él mismo ha recibido el perdón, y concede a los demás la remisión de sus pecados; ilumina la tierra entera con el esplendor de la predicación del Evangelio. En cambio, el paralítico apenas es juzgado digno de recibir tan sólo el perdón. ¿Quieres saber por qué el publicano obtuvo más gracias? Es porque, según la palabra del apóstol Pablo: “Donde se ha multiplicado el pecado, la gracia ha sido más abundante” (Rm 5,20).

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