Evangelio según San Juan 6,35-40
En aquel tiempo Jesús dijo: Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed. Pero, como ya os dije, vosotros no creéis aunque me habéis visto. Todos los que el Padre me da vienen a mí, y a los que vienen a mí no los echaré fuera. Porque no he venido del cielo para hacer mi propia voluntad, sino para hacer la voluntad de mi Padre, que me ha enviado. Y la voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite el día último.
Porque la voluntad de mi Padre es que todo aquel que ve al Hijo de Dios y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el día último.
Comentario del Evangelio
Cristo sacia nuestra hambre. Esta semana seguimos con el discurso del “pan de vida”. Cristo es pan. El alimento más barato y universal por nuestros pagos. El que sacia nuestra hambre y nos anuncia nuestra más firme esperanza: nuestro Dios no es un Dios condenador sino salvador. Su anhelo más íntimo es no perder a ninguna, absolutamente ninguna, de sus más preciosas criaturas. Su deseo es que, a través del Hijo, accedamos a la Vida que regala el Padre, a esa vida plena frente a la cual ni el mal, ni el pecado ni la muerte tienen la palabra definitiva.
Libro de los Hechos de los Apóstoles 8,1b-8
Ese mismo día, se desencadenó una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén. Todos, excepto los Apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría. Unos hombres piadosos enterraron a Esteban y lo lloraron con gran pesar.
Saulo, por su parte, perseguía a la Iglesia; iba de casa en casa y arrastraba a hombres y mujeres, llevándolos a la cárcel. Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Palabra.Felipe descendió a una ciudad de Samaría y allí predicaba a Cristo.
Al oírlo y al ver los milagros que hacía, todos recibían unánimemente las palabras de Felipe. Porque los espíritus impuros, dando grandes gritos, salían de muchos que estaban poseídos, y buen número de paralíticos y lisiados quedaron curados. Y fue grande la alegría de aquella ciudad.
Salmo 66(65),1-3a.4-5.6-7a
¡Aclame al Señor toda la tierra!
¡Canten la gloria de su Nombre!
Tribútenle una alabanza gloriosa,
digan al Señor: «¡Qué admirables son tus obras!»
Toda la tierra se postra ante ti,
y canta en tu honor, en honor de tu Nombre.
Vengan a ver las obras del Señor,
las cosas admirables que hizo por los hombres.
El convirtió el Mar en tierra firme,
a pie atravesaron el Río.
Por eso, alegrémonos en él,
que gobierna eternamente con su fuerza.
De Juan Pablo II (1920-2005) papa Carta Apostólica «Novo Millennio Inuente», §16-17
«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?
Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo».
Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (ibíd., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (1 Jn 1,1). Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visión de fe, basada en un testimonio histórico preciso.