Evangelio según San Lucas 6,17.20-26
Jesús bajó del cerro con ellos, y se detuvo en un llano. Se habían reunido allí muchos de sus seguidores y mucha gente de toda la región de Judea, y de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón. Habían venido para oír a Jesús y para que los curase de sus enfermedades. Jesús miró a sus discípulos y les dijo:
Dichosos vosotros los pobres, porque el reino de Dios os pertenece. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis satisfechos. Dichosos los que ahora lloráis, porque después reiréis. Dichosos vosotros cuando la gente os odie, cuando os expulsen, cuando os insulten y cuando desprecien vuestro nombre como cosa mala, por causa del Hijo del hombre. Alegraos mucho, llenaos de gozo en aquel día, porque recibiréis un gran premio en el cielo; pues también maltrataron así sus antepasados a los profetas.
Pero ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis tenido vuestra alegría! ¡Ay de vosotros los que ahora estáis satisfechos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque vais a llorar de tristeza! ¡Ay de vosotros cuando todos os alaben, porque así hacían los antepasados de esta gente con los falsos profetas!
Comentario del Evangelio
Jesús mira a sus discípulos y su corazón se llena de gozo. Les anuncia que son felices, con una felicidad que, en muchos casos, está oculta a sus ojos. Son pobres, tienen hambre, lloran y la gente les odia. Entonces, ¿dónde está la alegría? En que Él está con ellos y ellos con Él. Sólo Jesús es garantía segura de la verdadera felicidad. Quienes quieren garantizar su felicidad con la abundancia de dinero, de comida, de fama y seguridades humanas pero se olvidan de Jesús, son como los que construyen su casa sobre arena.
Y nosotros, ¿dónde ponemos la garantía de nuestra felicidad? Jesús es el que nos asegura la felicidad más definitiva. Oración: Dame, Señor, la alegría de sentirte a mi lado cuando mi situación no es positiva. No dejes que me olvide de ti cuando las cosas parecen irme bien.
Lecturas del día
Libro de Jeremías 17,5-8
Así habla el Señor: ¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor! El es como un matorral en la estepa que no ve llegar la felicidad; habita en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhóspita. ¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en él tiene puesta su confianza! El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto.
Salmo 1,1-2.3.4.6
¡Feliz el hombre
que no sigue el consejo de los malvados,
ni se detiene en el camino de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los impíos,
sino que se complace en la ley del Señor
y la medita de día y de noche!
El es como un árbol
plantado al borde de las aguas,
que produce fruto a su debido tiempo,
y cuyas hojas nunca se marchitan:
todo lo que haga le saldrá bien.
No sucede así con los malvados:
ellos son como paja que se lleva el viento.
Porque el Señor cuida el camino de los justos,
pero el camino de los malvados termina mal.
Carta I de San Pablo a los Corintios 15,12.16-20
Hermanos: Si se anuncia que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de ustedes afirman que los muertos no resucitan? Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados. Por lo tanto, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre. Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos.
Comentario de Pablo VI papa 1963-1978 Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos
El gozo de permanecer en el amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es el del Reino de Dios. Pero se concede dentro de un camino escarpado, que pide una total confianza en el Padre y en el Hijo, una preferencia por el Reino. El mensaje de Jesucristo promete ante todo el gozo, este gozo exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? «Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos. Dichosos los que ahora tenéis hambre porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis porque reiréis».
Misteriosamente, el mismo Cristo, para arrancar de raíz del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una total obediencia filial, aceptó morir a manos de los impíos, morir en una cruz. Pero… desde entonces Jesús está vivo para siempre en la gloria del Padre y por eso los discípulos se llenaron de un gozo imperecedero al ver al Señor al atardecer de Pascua (Lc 24,41).
Ahora, aquí abajo, el gozo del Reino realizado sólo puede brotar de la celebración conjunta de la muerte y de la resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que ilumina de manera singular la condición humana: ni la prueba ni el sufrimiento se eliminan de este mundo, pero cobran un nuevo sentido con la certeza de participar de la redención obrada por el Señor y participar de su gloria. Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no por ello queda reducido a buscar su camino a tientas, ni ver en la muerte el final de sus esperanzas. Tal como lo anunció el profeta: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste su alegría, aumentaste su gozo» (Is 9, 1-2).