Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo Padre ruego por los que creerán en mí

Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo Padre ruego por los que creerán en mí

Evangelio según san Juan 17,1b.20-26

Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo: Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste. Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos.

Comentario del Evangelio

Jesús, al orar por la unidad ora por la comunión con el Padre, lo que será modelo y fuente de unidad eclesial. Al mirar nuestra realidad, donde hay desunión y discordia hay ausencia de Dios. Eso nos sucede en algunas comunidades en donde hablan mal unos de otros y hay envidias y rivalidades. Con un testimonio así no es posible que otros puedan creer en el Dios amor. Sin embargo, también hoy por inspiración del Espíritu Santo se busca la plenitud de unidad que quiere Jesucristo. Trabajar por la unidad siempre será para los cristianos una tarea permanente. Hoy nos preguntamos:

¿Somos trabajadores incansables por la unidad de las comunidades?
¿Soy signo de unidad aquí donde hoy me encuentro?
¿Buscamos la unión en Jesús?

Lecturas del día

Libro de los Hechos de los Apóstoles 22,30.23,6-11

Queriendo saber con exactitud de qué lo acusaban los judíos, el tribuno le hizo sacar las cadenas, y convocando a los sumos sacerdotes y a todo el Sanedrín, hizo comparecer a Pablo delante de ellos.

Pablo, sabiendo que había dos partidos, el de los saduceos y el de los fariseos, exclamó en medio del Sanedrín: “Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, y ahora me están juzgando a causa de nuestra esperanza en la resurrección de los muertos”.

Apenas pronunció estas palabras, surgió una disputa entre fariseos y saduceos, y la asamblea se dividió. Porque los saduceos niegan la resurrección y la existencia de los ángeles y de los espíritus; los fariseos, por el contrario, admiten una y otra cosa.

Se produjo un griterío, y algunos escribas del partido de los fariseos se pusieron de pie y protestaron enérgicamente: “Nosotros no encontramos nada de malo en este hombre. ¿Y si le hubiera hablado algún espíritu o un ángel…?”. Como la disputa se hacía cada vez más violenta, el tribuno, temiendo por la integridad de Pablo, mandó descender a los soldados para que lo sacaran de allí y lo llevaran de nuevo a la fortaleza.

A la noche siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: “Ánimo, así como has dado testimonio de mí en Jerusalén, también tendrás que darlo en Roma”.

Salmo 16(15),1-2a.5.7-8.9-10.11

Protégeme, Dios mío,
porque me refugio en ti.
Yo digo al Señor:
El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz,

¡tú decides mi suerte!
Bendeciré al Señor que me aconseja,
¡hasta de noche me instruye mi conciencia!
Tengo siempre presente al Señor:

él está a mi lado, nunca vacilaré.
Por eso mi corazón se alegra,
se regocijan mis entrañas
y todo mi ser descansa seguro:

porque no me entregarás a la Muerte
ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro.
Me harás conocer el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia,

de felicidad eterna a tu derecha.

Manuscrito de santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897) Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo

Pero, finalmente, también para mí llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: “Yo te he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que me diste.Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa que tú los has amado como me has amado a mí” (Jn 17,4s).

Sí, Señor, esto es lo que yo quisiera repetir contigo antes de volar a tus brazos. ¿Es tal vez una temeridad? No, no. Hace ya mucho tiempo que tú me has permitido ser audaz contigo. Como el padre del hijo pródigo cuando hablaba con su hijo mayor, tú me dijiste: “Todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31). Por tanto, tus palabras son mías, y yo puedo servirme de ellas para atraer sobre las almas que están unidas a mí las gracias del Padre celestial…

Tu amor me ha acompañado desde la infancia, ha ido creciendo conmigo, y ahora es un abismo cuyas profundidades no puedo sondear. El amor llama al amor. Por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia ti y quisiera colmar el abismo que lo atrae. Pero, ¡ay!, no es ni siquiera una gota de rocío perdida en el océano… Para amarme como tú me amas, necesito pedirte prestado tu propio amor. Sólo entonces encontraré reposo.

Jesús mío, tal vez sea una ilusión, pero creo que no podrás colmar a un alma de más amor del que has colmado la mía. Por eso me atrevo a pedirte que ames a los que me has dado como me has amado a mí. Si un día en el cielo descubro que los amas más que a mí, me alegraré, pues desde ahora mismo reconozco que esas almas merecen mucho más amor que la mía. Pero aquí abajo no puedo concebir una mayor inmensidad de amor del que te has dignado prodigarme a mí gratuitamente y sin mérito alguno de mi parte.

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