Jesús levantó los ojos al cielo diciendo: Padre ha llegado la hora

Jesús levantó los ojos al cielo diciendo: Padre ha llegado la hora

Evangelio según San Juan 17,1-11ª 

Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo: Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado. Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera. Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra.

Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío y en ellos he sido glorificado. Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él y yo vuelvo a ti.

Comentario del Evangelio

Muchas veces sentimos la necesidad de comunicar a nuestros amigos la Buena Nueva, pero no lo hacemos. Hacer oídos sordos al susurro del Espíritu Santo y mirar para otro lado, es lo que hacemos. Deberíamos tomar el ejemplo de San Pablo quien lo deja todo por cumplir la Voluntad de Dios. Debemos estar dispuestos a compartir la alegría de nuestro corazón y compartir a Jesús, el Señor.

No debemos tener miedo a nada. Al contrario, debemos tener confianza absoluta de que el Espíritu Santo nos acompaña, nos ayuda y nos conduce. La oración de Jesús es una gran fuente de fortaleza para nuestra labor de laicas y laicos en la misión de cambiar el mundo, conforme al plan de Dios.

¿Qué mensaje dejarías para tu familia y para la comunidad?

Lecturas del dia

Libro de los Hechos de los Apóstoles 20,17-27

Pablo, desde Mileto, mandó llamar a los presbíteros de la Iglesia de Efeso. Cuando estos llegaron, Pablo les dijo: “Ya saben cómo me he comportado siempre con ustedes desde el primer día que puse el pie en la provincia de Asia. He servido al Señor con toda humildad y con muchas lágrimas, en medio de las pruebas a que fui sometido por las insidias de los judíos. Ustedes saben que no he omitido nada que pudiera serles útil: les prediqué y les enseñé tanto en público como en privado, instando a judíos y a paganos a convertirse a Dios y a creer en nuestro Señor Jesús. Y ahora, como encadenado por el Espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que me sucederá allí.

Sólo sé que, de ciudad en ciudad, el Espíritu Santo me va advirtiendo cuántas cadenas y tribulaciones me esperan. Pero poco me importa la vida, mientras pueda cumplir mi carrera y la misión que recibí del Señor Jesús: la de dar testimonio de la Buena Noticia de la gracia de Dios. Y ahora sé que ustedes, entre quienes pasé predicando el Reino, no volverán a verme. Por eso hoy declaro delante de todos que no tengo nada que reprocharme respecto de ustedes. Porque no hemos omitido nada para anunciarles plenamente los designios de Dios.”

Salmo 68(67),10-11.20-21

Tú derramaste una lluvia generosa, Señor:
tu herencia estaba exhausta y tú la reconfortaste;
allí es estableció tu familia,
y tú, Señor, la afianzarás
por tu bondad para con el pobre.

¡Bendito sea el Señor, el Dios de nuestra salvación!
El carga con nosotros día tras día;
él es el Dios que nos salva
y nos hace escapar de la muerte.

Sermones de san Bernardo (1091-1153) Les he dado la gloria que tú me diste (Jn 17,22)

“Mi Padre y yo, iremos a él y habitaremos en él”, decía Jesús del hombre que es santo. Pienso que el profeta no habló de otro cielo cuando exclamó “Tú eres el Santo, que habitas entre las alabanzas de Israel”. El Apóstol Pablo lo expresa claramente: “Por la fe, Cristo habita en nuestros corazones”.

No sorprende que a Cristo le agrade habitar ese cielo. Mientras que para crear el cielo invisible le fue suficiente hablar, luchó para adquirir este otro cielo y murió para rescatarlo. Por eso, después de todos sus trabajos, habiendo realizado su deseo, dijo “He aquí el lugar de mi reposo para siempre, es el lugar que había elegido”. Feliz a la que confió: “Ven, mi Amada elegida”, en ti pondré mi trono.

¿Por qué te deprimes alma mía? ¿Por qué te inquietas? ¿Piensas encontrar en ti un espacio para el Señor? ¿Qué espacio en nosotros es digno de tal gloria y suficiente para recibir a su Majestad? ¿Al menos podré adorarlo en el lugar dónde se detuvieron sus pasos? ¿Quién me acordará aunque sea seguir a un alma santa “que él ha elegido como su dominio?”

Pueda verter en mi alma la unción de su misericordia, de tal modo que yo exclame: “Correré por el camino de tus mandamientos, porque tú me infundes ánimo”. Quizás, aunque no sea capaz de mostrar en mi “en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta” dónde pueda Jesús comer con los discípulos, por lo menos pueda preparar “un lugar dónde repose su cabeza”. (…)

Es necesario que el alma crezca y se dilate para ser capaz de Dios. Su amplitud es su amor, cómo dice el apóstol Pablo: “Abran su corazón”. Aunque en el alma no hay una dimensión espacial ya que es espíritu, la gracia le concede lo que la naturaleza excluye. (…) La grandeza de cada alma es según la medida de su amor. La que tiene mucho amor es grande, la que tiene poco amor es pequeña, la que nada tiene, es nada. San Pablo lo afirma “Si no tengo amor, no me sirve para nada”.

Referencias bíblicas: Jn 14,23; Sal 22 (21),4; Ef 3,17; Jn 1,3; Sal 131,14; Ct 2,10; Sal 41,6; Sal 32,12; Jn 14,23; Sal 118,32; Mc 14,15; Mt 8,20; 2 Cor 6,13; 1 Cor 13,3

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