Evangelio según San Mateo 18,12-14
Jesús dijo a sus discípulos: ¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña, para ir a buscar la que se extravió? Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron. De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños.
Comentario del Evangelio
Buscar las ovejas perdidas
Jesucristo es el Buen Pastor, el que busca a la oveja perdida, el que no se cansa de salir en busca del extraviado. Es Aquel que no repara en generosidad y magnanimidad, porque “no quiere que se pierda ninguno de estos pequeños”. Gracias, Señor Jesús, porque has salido a mi encuentro, porque me cargaste sobre tus hombros y me introdujiste en tu rebaño: en tu pueblo, que es la Iglesia. No permitas que me separe de Ti. Ayúdame a no ser indiferente a tantos hermanos, los pequeños, que pasan necesidad y a los que Tú saliste a buscar.
Lecturas del día
Libro de Isaías 40,1-11
¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que su culpa está paga, que ha recibido de la mano del Señor doble castigo por todos sus pecados. Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies! Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor.
Una voz dice: “¡Proclama!”. Y yo respondo: “¿Qué proclamaré?”. “Toda carne es hierba y toda su consistencia, como la flor de los campos: la hierba se seca, la flor se marchita cuando sopla sobre ella el aliento del Señor. Sí, el pueblo es la hierba. La hierba se seca, la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas la buena noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: “¡Aquí está su Dios!”. Ya llega el Señor con poder y su brazo le asegura el dominio: el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede. Como un pastor, él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz.
Salmo 96(95),1-2.3.10ac.11-12.13
Canten al Señor un canto nuevo,
cante al Señor toda la tierra;
canten al Señor, bendigan su Nombre,
día tras día, proclamen su victoria.
Anuncien su gloria entre las naciones,
y sus maravillas entre los pueblos.
Digan entre las naciones: “¡El Señor reina!
El Señor juzgará a los pueblos con rectitud”.
Alégrese el cielo y exulte la tierra,
resuene el mar y todo lo que hay en él;
regocíjese el campo con todos sus frutos,
griten de gozo los árboles del bosque.
Griten de gozo delante del Señor,
porque él viene a gobernar la tierra:
Él gobernará al mundo con justicia,
y a los pueblos con su verdad.
De la liturgia de las horas de san Juan Damasceno (c. 675-749) Vuestro Padre que está en los cielos no quiere que ni uno de estos pequeños se pierda
Tú, Señor, me sacaste de la sangre de mi padre, tú me formaste en el seno de mi madre (Sal 138,13). Tú me hiciste salir a la luz, desnudo como todos los niños, ya que las leyes de la naturaleza que rigen nuestra vida obedecen constantemente a tu voluntad. Tú, con la bendición del Espíritu Santo preparaste mi creación y mi existencia, no por voluntad del hombre, ni por el deseo carnal (Jn 1,13), sino por tu gracia inefable. Preparaste mi nacimiento con una preparación que supera las leyes naturales. Me sacaste a la luz adoptándome como hijo (Gal 4,5) y me alistaste entre los hijos de tu Iglesia santa e inmaculada.
Tú me alimentaste con una leche espiritual, la leche de tus palabras divinas. Me sustentaste con el sólido alimento del cuerpo de Jesucristo, nuestro Dios, tu santo Unigénito, y me embriagaste con el cáliz divino, el de su sangre vivificante, que derramó por la salvación de todo el mundo.
Porque tú, Señor, nos amaste y pusiste en nuestro lugar a tu único Hijo amado, para nuestra redención, que él aceptó voluntaria y libremente (…). A tal extremo, oh Cristo, mi Dios, has descendido. Para cargarme a mí, oveja descarriada sobre tus hombros (Lc 15,5), apacentarme en verdes praderas (Sal 22,2). Y nutrirme con las aguas de la sana doctrina por medio de tus pastores, los cuales apacentados por ti, apacientan a su vez a tu eximia y elegida grey.