El Señor designó a otros setenta y dos y los envió de dos en dos a sitios adonde él debía ir

El Señor designó a otros setenta y dos y los envió de dos en dos a sitios adonde él debía ir

Evangelio según San Lucas 10,1-12

.El Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo: La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, digan primero: ¡Que descienda la paz sobre esta casa! Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa.

En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: ‘El Reino de Dios está cerca de ustedes. Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan: ¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca. Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad.

Comentario del Evangelio

Cuando envía a sus discípulos en misión, Jesús insiste siempre en lo mismo. No deben llevar ni bolsa ni alforja. Es decir, no deben vivir en la autosuficiencia ni encerrados en su pequeño mundo. Al tiempo que comparten el anuncio del Reino, deben compartir la vida de los hombres y mujeres a los que son enviados en misión. Evangelizar no es extender una idea sino un modo de vivir. El viaje misionero de los primeros discípulos representa el viaje más largo del mundo greco-romano y de cualquier cultura: el paso por el umbral de la puerta de un desconocido. Seguir a Jesús es descubrir que podemos y debemos llamar de verdad hermano al extraño.

Lecturas del dia

Libro de Job 19,21-27

¡Apiádense, apiádense de mí, amigos míos, porque me ha herido la m o de Dios! ¿Por qué ustedes me persiguen como Dios y no terminan de saciarse con mi carne? ¡Ah, si se escribieran mis palabras y se las grabara en el bronce; si con un punzón de hierro y plomo fueran esculpidas en la roca para siempre! Porque yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre el polvo Y después que me arranquen esta piel, yo con mi propia carne   veré a Dios. Sí, yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño. ¡Mi corazón se deshace en mi pecho!

Salmo 27(26),7-8a.8b-9abc.13-14

¡Escucha, Señor, yo te invoco en alta voz,
apiádate de mí y respóndeme!
Mi corazón sabe que dijiste:
“Busquen mi rostro”

no lo apartes de mí.
No alejes con ira a tu servidor,
tú, que eres mi ayuda.
Yo creo que contemplaré la bondad del Señor

en la tierra de los vivientes.
Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor.

Enseñanza del beato Columba Marmion (1858-1923)     Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha

Cristo deja a su Esposa cumplir, en los tiempos venideros, una parte de la oración que él ha recitado en el momento de ofrecer su sacrificio. Aunque su oración sea de una eficacia infinita, Nuestro Señor quiere que unamos la nuestra. Un día, nuestro divino Salvador, considerando con su divina mirada la multitud de almas a rescatar, dijo a sus apóstoles que enviaría predicar el Evangelio: “Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Lc 10,2). Los apóstoles podrían haber contestado: Señor, ¿por qué nos dice de rezar? ¿Su oración no alcanza? No, ella no alcanza. “Recen” ustedes también. Cristo quiere necesitar nuestras oraciones como las de los apóstoles. (…).

En los momentos que nos recogemos, pensemos que desde lo profundo del tabernáculo Cristo nos dice: “Préstenme sus labios y sus corazones para que pueda prolongar mi oración acá abajo, mientras en lo Alto ofrezco mis méritos al Padre. La oración primero, los obreros vendrán luego. Su obra será fecunda en la medida que mi Padre, atento a la oración de ustedes, que es la mía, hará descender sobre la tierra el rocío celeste de su gracia”. (…)

La Iglesia, recordando el sacrificio que ha rescatado al mundo entero, se siente fuerte de la fuerza del Salvador. Con su mirada de madre recorre las diversas almas que necesitan la ayuda de lo Alto y ofrece especiales súplicas por cada una de ellas. Imitemos el ejemplo de nuestra madre y presentémonos frente a Dios con confianza, ya que es en ese momento que somos “la voz de toda la Iglesia”.

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