Mientras estaban reunidos en Galilea, Jesús dijo a sus discípulos: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres: lo matarán y al tercer día resucitará”. Y ellos quedaron muy apenados. Al llegar a Cafarnaúm, los cobradores del impuesto del Templo se acercaron a Pedro y le preguntaron: “¿El Maestro de ustedes no paga el impuesto?” “Sí, lo paga”, respondió. Cuando Pedro llegó a la casa, Jesús se adelantó a preguntarle: “¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes perciben los impuestos y las tasas los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?” Y como Pedro respondió: “De los extraños”, Jesús le dijo: “Eso quiere decir que los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizar a esta gente, ve al lago, echa el anzuelo, toma el primer pez que salga y ábrele la boca. Encontrarás en ella una moneda de plata: tómala, y paga por mí y por ti”.
Comentario
En el Evangelio de hoy parece que los apóstoles han comprendido que el camino de Jesús no está exento de dificultades, que su proyecto trae consigo el dolor, la muerte, pero también la esperanza de una nueva vida. El Señor se manifiesta como Hijo de Dios… que deberá morir para resucitar, conforme a lo que se va disponiendo en un escenario de injustica y legalidad. Allí la pregunta a Simón Pedro, la dirige también a nosotros hoy. Jesús, al hacer cosas a las que, por su calidad de ser el Hijo de Dios, no estaba obligado, nos enseña a ayudar y colaborar al bien común. Nos enseña a saber cumplir, como cristianos, con los deberes humanos. EL no hace uso de algún privilegio y cumple con su deber. Hoy nos preguntamos:
Nos desaniman y entristecen el sufrimiento y la cruz?
¿Respondemos a nuestros deberes o hacemos uso de algún privilegio para no hacerlos?
¿Soy responsable de lo que me corresponde en la vida?
Lecturas del dia
Libro de Ezequiel 1,2-5.24-28c
El año quinto de la deportación del rey Joaquín, el día cinco del mes cuarto, vino la palabra del Señor a Ezequíel, hijo de Buzi, sacerdote, en tierra de los caldeos, a orillas del río Quebar. Entonces se apoyó sobre mí la mano del Señor, y vi que venia del norte un viento huracanado, una gran nube y un zigzagueo de relámpagos. Nube nimbada de resplandor, y, entre el relampagueo, como el brillo del electro.
Sal 148,1-2.11-12.13.14
Alabad al Señor en el cielo,
alabad al Señor en lo alto.
Alabadlo, todos sus ángeles;
alabadlo, todos sus ejércitos.
Reyes y pueblos del orbe,
príncipes y jefes del mundo,
los jóvenes y también las doncellas,
los viejos junto con los niños.
Alaben el nombre del Señor,
el único nombre sublime.
Su majestad sobre el cielo y la tierra.
Él acrece el vigor de su pueblo.
Alabanza de todos sus fieles,
de Israel, su pueblo escogido.
Homilía de san Paciano (¿-c. 390) Liberados por el Hijo del hombre que se entrega a manos de los hombres
Todos los pueblos, por nuestro Señor Jesucristo, han sido liberados de los poderes que los habían hecho cautivos. Es él, sí, es él quien nos ha rescatado. Tal como lo dice el apóstol Pablo: «Nos perdonó todos nuestros pecados. Borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas, lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz. Despojándose a sí mismo, arrastró a los poderes del mal en el cortejo de su triunfo» (Col 2,13-15). Libró a los encadenados y rompió nuestros lazos, tal como lo había dicho David: «El Señor liberta a los cautivos, el Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan». Y más aún: «Rompiste mis cadenas, te ofreceré un sacrificio de alabanza» (Sl 145, 7-8; 115, 16-17).
Sí, hemos sido liberados de nuestras cadenas, nosotros que hemos sido llamados por el Señor para ser congregados por el sacramento del bautismo…; hemos sido liberados por la sangre de Cristo y por la invocación de su nombre… Así, pues, amados míos, hemos sido lavados por el agua del bautismo de una vez por todas, y de una vez por todas somos acogidos en el Reino inmortal. Una vez por todas «dichosos aquellos que están absueltos de sus culpas, a quienes han sepultado sus pecados» (Sl 31,1; Rm 4,7). Mantened con valentía lo que habéis recibido, conservadlo para vuestra dicha, no pequéis más. Desde ahora guardaos puros e irreprochables para el día del Señor.