Evangelio según san Lucas 16, 1-8
En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: «Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: “¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando”. El administrador se puso a decir para sí: “¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”.
Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero:
“¿Cuánto debes a mi amo?”. Este respondió: “Cien barriles de aceite». Él le dijo: «Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”. Luego dijo a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?”. Él dijo: “Cien fanegas de trigo”. Le dice: “Toma tu recibo y escribe ochenta”. Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz».
Comentario del Evangelio
En la parábola, Jesús no está alabando el robo, sino la presencia de espíritu del administrador, que sabe calcular bien las cosas y encontrar una salida en una situación extrema. Así, como los hijos de este mundo saben ser expertos en sus cosas, los hijos de la luz deben aprender de ellos a ser expertos en la solución de sus problemas, usando los criterios del Reino y no los criterios de este mundo. Jesús continuamente insiste que nos arriesguemos y dejemos todo por el Reino de Dios. Hoy nos preguntamos:
¿Tendremos la audacia para lograrlo?
¿Usamos nuestra inteligencia para enseñar el mensaje de Jesús?
¿Nos arriesgamos en la vida hablando del Reino?
Lecturas del día
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 3, 17 – 4,1
Hermanos, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros. Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.
Sal 121, 1bc-2. 3-4ab 4cd-5
Vamos alegres a la casa del Señor
¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.
Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor.
Según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.
Reflexión del Evangelio de hoy “Solo aspiran a cosas terrenas”
La liturgia de la Palabra nos va a presentar hoy dos ideas aparentemente contradictorias o, al menos en tensión que, en realidad, son dos aspectos indispensables de la misma y única llamada de cada bautizado: los cristianos somos ciudadanos del cielo, es decir, que no vivimos bajo la lógica del mundo, pero no podemos –ni debemos–, evadirnos del estar en el mundo (que no significa mundanizarnos).
La primera lectura nos advierte acerca del “estar en el mundo” propio de los cristianos. Nos llama “ciudadanos del cielo” en contraposición a quienes “solo aspiran a cosas terrenas” y “andan como enemigos de la cruz de Cristo”. Es decir, que esta habrá de ser la distinción para quienes nos decimos cristianos: vivir una clase de aspiraciones que no sean puramente terrenales.
El apóstol está escribiendo, posiblemente, a cristianos judaizantes que ponen su salvación en un dios al que reducen según unas leyes sobre comida: “su Dios, el vientre”; y la circuncisión: “su gloria, sus vergüenzas”. Por el contrario, aquellos que somos ciudadanos del cielo caminamos en la fe, es decir, que no podemos acotar a Dios ni reducirlo a los criterios del mundo ni a nuestros criterios. Y caminamos bajo la gracia, no bajo el mérito de nuestros logros ni cumplimientos.
Porque lo único que nos salva es la Cruz de Cristo, y esto lo sabe muy bien san Pablo. Esa es la certeza que configura el estar en el mundo propio de los cristianos: con la libertad de quien se sabe salvado gratuitamente y con la esperanza de quien aspira a una realidad superior: “él transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso”.
“Había actuado con astucia”
En algunas ocasiones eso de ser “ciudadanos del cielo” que nos recordaba la primera lectura de hoy se ha podido entender como un pasar por la tierra a dos palmos del suelo. Un modo de estar en el mundo con la cabeza gacha y rostro impertérrito. Una existencia demasiado centrada en una mal entendida resignación que acepta lo que llega y lo que hay sin ningún tipo de filtro ni reacción: será voluntad de Dios.
Lo cierto es que pocas veces se habrá oído hablar de Jesús como hombre astuto y menos aún encontraremos en las biografías de los santos una oda a su perspicacia. Pero Jesús, además de invitarnos a cargar con la cruz, también dice: “sed, pues, astutos como serpientes y mansos como palomas” (Mt 10, 16). Y en el pasaje de hoy alaba la astucia del administrador, aunque no su injusticia[1]. Porque no es lo mismo dejarse quitar la vida que entregarla libremente; no es lo mismo el amor gratuito que la ingenuidad; no es igual guardar silencio por prudencia que por miedo como no es lo mismo regalar que dejarse robar, y así un largo etcétera que no por evidente es menos frecuente.
Hoy la Palabra nos invita a equilibrar nuestra actitud cristiana con un toque de astucia, no para las cosas del mundo, sino para las de Dios. No se trata de usar la lógica del mundo mientras se aspira a cosas terrenas. No es una invitación a la mundanidad. En realidad, es una exhortación a implicarse con el mundo en el que vivimos y del que formamos parte para ganar almas para Cristo. Adquirir suficiente conocimiento del lenguaje, la lógica y los criterios de quienes caminan con nosotros y a quienes vamos a predicar el Evangelio.
Es astuto san Pablo cuando predica a los griegos en Atenas, partiendo del “altar al dios desconocido” (Hch. 17, 23) y más todavía cuando divide a su tribunal para poder salir con vida del juicio (Hch. 23, 6-11). Algunos de nosotros hubiéramos cerrado los ojos y acogido la sentencia sin más, confundiendo cristiana resignación con estéril pusilanimidad. Pero él vive para anunciar la Buena noticia y esa será la clave de su aceptación cuando toque acoger el martirio como testimonio supremo; o de su astucia para salir indemne cuando toque predicar. Astucia evangélica es lo que demuestra cuando dice: “me hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1 Co 9, 22).
Sin embargo, en nuestro ser apóstoles, en nuestro ser ciudadanos del cielo, con frecuencia falta esa pizca de sagacidad, de atrevimiento, de inteligencia convencida y audaz cuando se trata de dar testimonio. Y si nos falta astucia para las cosas de Dios, cabe preguntarse si no será por un defecto de pasión en lo que hacemos más que por un exceso de virtud en nuestra evangelización. “Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz”
¿En qué circunstancias de mi vida me estoy evadiendo de dar un testimonio más valiente? ¿Puede que esté pintando de aceptación lo que en realidad es cobardía? ¿Hay algún ámbito en mi vida cristiana que está llamado a dar más fruto si me implicara astutamente un poco más?
[1] Nota de la Biblia de Jerusalén al versículo 8: «Según la costumbre entonces tolerada en Palestina, el mayordomo tenía derecho a autorizar préstamos de los bienes de su amo y, como no percibía sueldo, a resarcirse aumentando en el recibo la cantidad prestada, para que en el reembolso pudiera beneficiarse de la diferencia como de un excedente que representaba su interés. En el caso presente, sin duda no había prestado en realidad más que cincuenta medidas de aceite y ochenta cargas de trigo; al rebajar el recibo a su cantidad real, no hace más que privarse del beneficio ciertamente usurario, que había negociado. Su “injusticia” no está pues en la reducción de recibos, que no es más que el sacrificio de sus intereses inmediatos, hábil maniobra que su amo puede alabar, sino más bien en las malversaciones anteriores que ha motivado su despido».